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El desembarco frustrado de Mirtha Legrand en Nueva York

En la década del 50, la actriz argentina se decidió a conquistar al público latino radicado en los Estados Unidos. Fue una empresa que le dejó un sabor a melancolía.

Rafael Campo era un argentino que trabajaba en las Naciones Unidas. Había sido actor y bailarín en los años en que vivió en Argentina. De esa época databa su relación con Mirtha Legrand y Daniel Tinayre. Fue él quien, a comienzos de los 50, hizo los contactos para que la estrella argentina brillara en el firmamento de la numerosa colonia latina radicada en Nueva York.

Mirtha Legrand y su pareja se establecieron en el Waldorf Astoria, quizá el hotel más lujoso por aquellos años. La diva no pasó ­desapercibida. Un diario neoyorquino la describió como “un canto a la belleza y a la juventud”. Fueron muchos los encuentros que tuvo con empresarios teatrales y ­cinematográficos. Mirtha no había cumplido aún los 25 años, pero ya había actuado en películas como Los martes, orquídeas, Soñar no cuesta nada, Safo, historia de una pasión y Un beso en la nuca, que se habían estrenado en Estados Unidos y merecido cierta ­consideración.

Mirtha se movía por la ciudad como si la conociera de antes. No se perdía detalle. Desde allí tenía planeado viajar a España, para filmar Doña Francisquita, una historia de amor ambientada en el siglo XIX. Luego regresaría a Nueva York, donde la que sería “la señora de los almuerzos” tenía pensado quedarse mucho tiempo si el éxito la ­acompañaba.

La pareja iba mucho al teatro. Eran habitués del Radio City Music Hall. Ella comentó en una entrevista: “¡Qué maravilla! ¡Qué teatro! ¡Qué escenarios! No perdí un detalle del espectáculo. Y mi marido no se perdió ni una de las 200 piernas perfectas de las bailarinas... ¡Bandido!”.

Mirtha estaba encandilada por las luces de la gran ciudad y enceguecida por la ilusión de ser una estrella de Broadway. Ella se daba fuerzas pasando revista a la performance que muchos argentinos habían logrado a lo largo y lo ancho del mundo: Fernando Lamas era uno de los galanes más deseados por las mujeres norteamericanas; el mendocino Hugo Fregonese filmaba en Hollywood y por aquellos días triunfaba con Mis seis convictos; Imperio Argentina noche tras noche llenaba las butacas del Carnegie Hall, dejando afuera colas de millares de espectadores sin asiento.

Henry Kegahl había montado en una galería de arte de Nueva York una muestra fotográfica con algunas de las actrices argentinas más bellas. Mirtha Legrand estaba entre ellas. Pero las cosas eran mucho más difíciles de lo que imaginaba. Los contratos quedaban en promesas. Además, una punzada de ­nostalgia solía desvelarla: sus dos hijos, Daniel Andrés, de cuatro años, y Marcela, de dos, habían quedado en Argentina. Hablaban por teléfono todos los días. “Con Danielito hablo a veces dos y hasta tres horas. ­Pobrecitos, tiemblo cuando pienso que acaso ellos me extrañen tanto como yo a ellos. Esto es lo único amargo de un viaje maravilloso. Pero le juro, Campo, que nunca más me separaré de ellos. Y si más adelante tengo la necesidad de viajar, lo haré con ambos. Nunca más dejándolos”, le confesó a Rafael Campo, que fue su cicerone en Nueva York durante todo el tiempo que la pareja estuvo allí.

Lo que ella pensó que iba a ser una conquista sin vuelta atrás y cuyas consecuencias se harían sentir en Hollywood con su nombre destellando en primer lugar en la cartelera de los cines, fue solo una fugaz estadía que no duró más que un par de semanas.

Regresaría numerosas veces a Nueva York, pero no pisando la alfombra roja de la gloria artística, sino como turista VIP. ­Sentaría sus reales en Estados Unidos, pero no en Beverly Hills, como alguna vez fantaseó, sino en la mansión de Miami que hizo construir en 2007 y en la que pasa largas ­temporadas.

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