El hombre que pintó la República de la Boca
Benito Quinquela Martin fue abandonado en una casa de niños expósitos y desde el desamparo creció como uno de los mayores pintores argentinos.
El viernes 28 de enero, a las 13.30 del año 1977, en una cama de dos plazas cubierta por un poncho riojano y en la que estaba apoyado un libro abierto de Dostoievski, cerca del caballete donde un óleo espera ser terminado, en su casa de la calle Pedro de Mendoza, frente al Riachuelo, a los 87 años, cerró sus ojos para siempre Benito Quinquela Martín, el hombre que fundó con sus pinceles la República de la Boca.
Hijo de padres desconocidos, el 21 de marzo de 1890 fue abandonado en la Casa de Niños Expósito, en una cuna modesta y con una carta entre sus pañales: “Este niño ha sido bautizado y se llama Benito Juan Martín”. Muchos años después diría Benito: “En realidad, mi nacimiento se pierde entre las sombras de lo desconocido y nunca lo pude comprobar de una manera irrefutable”.
A los siete años, fue adoptado por el matrimonio formado por Manuel Chinchella y Justina Molina, que tenían una carbonería: “Los viejos necesitaban compartir con alguien su pobreza, y me eligieron a mi. No había de ser yo quien se quejara demasiado de los mandatos del destino”. No iba a la escuela –con muchos sacrificios había llegado hasta tercer grado–. El niño veía con admiración cómo todas las mañanas ese genovés corpulento cargaba una bolsa de carbón en cada hombro para llevarlas hasta un barco. Benito ayudaba a Justina en la atención del despacho de bebidas y almacén de comestibles y carbón: “El negocio era en realidad un pequeño almacén de ultramarinos que nunca daba más que trabajo y poca plata”. Por amor a esa familia que hizo suya, con los años, firmaría sus cuadros como Quinquela. Pero tardaría muchos años en llegar la fama.
A los dieciocho años, su tarea era ayudar en la carga a los barcos carboneros. Demolido por el esfuerzo, al final del día, buscaba papeles y con toscos lápices pintaba todo ese mundo en el que transcurría su vida cotidiana. Sus amigos del puerto lo cargaban. Llamaban “garabatos” a lo que hacía. Alguna vez dijo: “Siempre pensé que mi origen pobre me hizo un experto. Viví entre los personajes y paisajes que inspiran mi pintura. Por eso dejé de lado los paisajes ciudadanos y las figuras aisladas para meterme en mi puerto”. A los diecinueve años, decidió tomar lecciones con un pintor de la Boca, Alfredo Lazzari: “Lazzari fue el único maestro que tuve en mi vida. El me enseñó los rudimentos del dibujo y la pintura. Tenía una virtud rara en los profesores de academia: dejaba en libertad al alumno para que este se expresara y buscara su propia técnica”.
A medida que su afición por la pintura fue naturalizándose en el barrio comenzaron a llamarlo “el carbonerito pintor”. Gracias a Lazzari, su maestro, Quinquela pudo realizar su primera exposición individual en la Galería Witcomb. Benito tenía muchos temores, unos meses antes, quiso venderle unos cuadros a un italiano propietario de un negocio céntrico, quien pronto se lo sacó de encima diciéndole a Quinquela: “Va vía. Andate a sembrare papas. Lei es un pintor de paredes”. Sin embargo, a esa primera muestra de Quinquela fue el director de la Academia Nacional de Bellas Artes, Pío Collivadino, quien, no pudo sino admirar su original y el poder de su expresión, compró un cuadro y lo elogió públicamente. Dijo Quinquela: “Creí que aquello era un elogio circunstancial, pero estaba equivocado. Quince días después entra mi padre a mi pieza y me dice agitado: Benito. Benito, te busca un señor de guantes”. Se trataba del secretario de Collivadino que le transmitía la invitación a hacer una muestra en el Jockey Club auspiciada por la Academia.
En 1920, Quinquela Martin viajó en avión por primera vez, para ir a Mar del Plata, a una muestra de pintura argentina. Su nombre sería el más elogiado por la crítica. Su fama comenzó a extenderse a otros países. La Escuela Nacional de Bellas Artes de Río de Janeiro le cedió uno de sus salones para que hiciera una muestra. Fue su primera muestra en el extranjero. Le ofrecieron trabajar en el consulado argentino en Madrid. Sus cuadros comienzan a venderse en Europa. Su cuadro Día de sol en la Boca, es comprado por el director del Museo de Luxemburgo. Le regala a sus padres una casa. El rey Victor Manuel III y Benito Mussolini quieren conocerlo: “Cuando Mussolini terminó de ver mis cuadros se me acercó y me dijo: Lei e il mió pintore... Se lo agradecí y le pregunté por qué me decía eso. En un castellano bastante claro me respondió: Porque usted pinta el trabajo”. En Estados Unidos, un diario dijo refiriéndose a Quinquela: “Nace un nuevo Gauguin”. La consagración ya era definitiva.
En una entrevista que le hicieron unos meses antes de su muerto, Benito Quinquela Martín dijo: “No, no le tengo miedo a la muerte. Al contrario, a la muerte yo la sigo con color”. Presentía que sus pinturas lo iban a sobrevivir. Y no se equivocó.