El orgullo de ser León

A once años de su último disco, León Gieco acaba de editar El hombrecito del mar, una obra en la que muestra que su canción sigue viva y con las alas intactas.

En el prólogo de Hojas de hierba, Walt Whitman dice: “Quien toca este libro toca un hombre”. Lo mismo vale para el más reciente disco de León Gieco: quien lo escuche estará escuchando a un hombre encarnizadamente fiel a sí mismo. Trece canciones de polen y batalla, lorquianamente más cerca de la sangre que de la tinta.

León señala a los culpables de que el mundo tiemble con un frío de niños a la intemperie, y parezca unos días un matadero, y otros un manicomio. Acusa a los Nerones que no solo miran cómo todo se quema, sino que siempre están con la antorcha encendida para incendiarlo todo en defensa de sus ­privilegios.

“El mundo es una grieta, no resiste ningún puente”, canta con cierta desolación, pero sin entregarse a esa peste del espíritu que es la resignación. Se alimenta no con las grasas saturadas mediáticas, sino con el recuerdo de los que encendieron con su ejemplo una llama que el viento no puede consumir, y con la energía solidaria de los que hacen que el aire de este mundo aún sea ­respirable.

Entre soles y flores, así transcurren las canciones de El hombrecito del mar, disco que lleva ese nombre por una obra de la artista Claudia Fontes que está en el Parque de la Memoria, y a la que León Gieco suele visitar con asiduidad en compañía de su nieto Oliver, de cinco años.

Las canciones de León no son mensajes que se borran en la arena, porque no están escritas solo con un pedazo, sino con el alma entera. Están escritas con fervor artesanal desde lo más hondo de sí mismo. Ahí está El orgullo para demostrarlo una vez más. Un momento cumbre del disco. Una canción a la que no cuesta imaginarle destino de clásico junto a otras grandes composiciones de este juglar que no ha sido avaro a la hora de crearlas.

El primer recuerdo que León tiene de la música es un acordeoncito que le regaló su padre cuando cumplió tres años y todavía vivía en el campo, en una chacra cercana a Cañada Rosquín. Su padre cantaba en una orquesta que tocaba en los bailes del pueblo. Una noche, León se animó y subió a tocar las maracas. Fue su primera vez arriba de un escenario. Supo que esa noche iba a ser apenas la primera.

A los seis años tuvo que salir a trabajar, hacía mandados a los vecinos y cualquier changa que estuviera al alcance de su edad. Los ingresos familiares eran escasos. Con sus primeros ahorros se compró una guitarra marca Calandris, en la que empezó a sacar las notas de las canciones folklóricas de moda. Con amigos más grandes formó un conjunto, Los Nocheros. Pero a los 12 años escuchó por primera vez un grupo de rock, The Spencer Davis Group, encabezado por Steve Winwood (uno de los cantautores más reconocidos del Reino Unido durante la década del 60), y sintió que su cabeza estallaba en pedazos. Escuchó gran parte de su discografía, incluidos Their first LP, The second album, Autumn, entre otros. Luego se integró a Los Moscos, un grupo de adolescentes arrebatados por esta música nueva que los llevaba a encargar a Buenos Aires discos de los Beatles, los Rolling Stones y Jimi Hendrix, así como la revista Pinap –antecedente de la legendaria revista Pelo–, gracias a la cual se informaban de lo que pasaba en el rock.

Un lánguido atardecer pueblerino, León estaba andando en su bicicleta y, al pasar por una disquería, escuchó una canción que le cambiaría la vida. Entró al negocio para saber de qué se trataba, así se enteró de que eran The Byrds interpretando Mr. Tambourine Man de Bob Dylan. No sabía quién eran los unos ni el otro. Pidió al disquero que pusiera de nuevo el tema, mientras él se iba con su bicicleta para que no le vieran las lágrimas.

La memoria vencerá

Desde ese entonces hasta ahora ha pasado mucha agua bajo el puente y muchas canciones por su guitarra. Este año se cumplirán 50 años desde la aparición de su primer disco. Pero un artista de verdad jamás se jubila de la belleza, ni se sienta a arrullarse a orillas de un lento río de recuerdos respirando el perfume pesado de la melancolía.

León sigue erguido como un álamo que da sombra, frutos y cobijo. Tiene “la fuerza del árbol que creció con solo tierra y sol”, soporta el embate de los vientos helados –que soplan no solo en agosto– y, aunque sigue soñando con serpientes –a las que busca exorcizar cantándolas con Silvio Rodríguez y Agarrate Catalina–, nos deja convencidos de que vale la pena seguir intentándolo, porque la memoria algún día vencerá, y la tierra no tendrá más remedio que amanecer.

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