cultura
Elegir la propia muerte
Las maneras en que el hombre se enfrenta a su finitud han variado a lo largo de la historia, buscando dominar lo inexorable.
Decía Gustave Flaubert, escritor francés del siglo XIX, que había habido en Roma, entre Cicerón y Marco Aurelio, un momento único en que “los dioses ya no estaban, Cristo todavía no estaba, y solo estuvo el hombre”. En el siglo actual, sucede algo cada vez más semejante: el lapso en que todos se morían, pero muchos ya no creían que sus muertes los llevaran a otra vida. El cruel momento en que la muerte fue real.
Al mismo tiempo, empezaron a aparecer ciertas grietas en la muerte institucionalizada: la eutanasia, una palabra antigua que se significa “buena muerte” era aceptada en algunos países. Consiste en que, cuando una persona sienta que su enfermedad no le permite tener una vida en condiciones dignas, prefiere morir antes que sufrir los terribles padecimientos de la vida que le espera. Durante siglos la eutanasia había sido condenada por la obediencia religiosa que suponía que solo el dios vigente tenía derecho a decidir cuándo moriría cada quien. Después, fue condenada por la soberbia de la ciencia médica, que competía para ver cuánto podía mantener módicamente vivos cuerpos que ya no tenían ninguna vida verdadera.
Mientras tanto, ciertos datos sugieren que nunca se había suicidado gente como en estos últimos años. Groenlandia, la gran isla cercana a Estados Unidos, se convirtió en la capital del suicidio: en ella, fría, despoblada y oscura, 60 de cada 100.000 personas se matan cada año. Es un caso extraordinario, pero en Rusia, Lituania, Corea, China, Ucrania, Uruguay, los suicidios son de 20 cada 100.000. En ninguno de esos países los asesinatos son tan numerosos: la violencia propia mata mucho más que la ajena.
En el campo filosófico, la muerte es un tema central de reflexión. Para Hegel, la muerte no existe como tal ya que la explicación de la dialéctica hegeliana, con base en la transformación constante de la materia, asume a la muerte como un paso natural en el devenir de la materia. Hegel, siguiendo la tradición judeo-cristiana, concibe al hombre como un ser espiritual, pero, a diferencia de ésta, lo entiende como un ser necesariamente temporal y finito, es decir, sólo la muerte asegura la existencia de un ser espiritual. Si el hombre no muriera, si la muerte no fuera una fuente de angustia, no existiría la libertad y, desde luego, no existiría el hombre mismo. Sólo la historia, dice Hegel, tiene el poder de acabarlo todo en el desarrollo del tiempo; más allá del tiempo no hay Nada.
Para Heidegger, la muerte no es el acabamiento del “ser ahí”, simple y sencillamente porque la muerte no es algo que llega al “ser ahí” después, al final de su vida. De hecho, la muerte no es un fenómeno que el “ser ahí” pueda llegar a experimentar. Esto ni siquiera es posible a través de la muerte de los otros, pues, vista como un fenómeno que sucede a los otros, no necesariamente nos remite a asumir que la muerte es siempre nuestra posibilidad. Ver la muerte como algo que sucede fuera de mí constituye, en realidad, la visión que el “uno” tiene de la muerte. Morir es algo que cada ‘ser ahí’ tiene que tomar, en su caso, sobre sí mismo
A raíz de la pandemia, y la mayor ola de muertes civiles que el mundo había conocido en décadas, una idea siguió abriéndose camino: cada vez más científicos pensaron que la muerte no era la conclusión inevitable de la vida sino un error que se podría solucionar. Hasta entonces todas las formas de lidiar con la muerte habían sido virtuales: la principal era la promesa religiosa que asegura que el creyente que obedece sus reglas tiene garantizada “una vida mejor” tras el tránsito de la muerte.
El foco de esos primeros intentos estuvo en California, el más rico de los estados de Estados Unidos. Allí, varios empresarios más o menos jóvenes decidieron invertir en evitar la muerte. Su esperanza era que la noción de esperanza de vida perdiera sentido. Los más audaces comenzaron a trabajar con las opciones virtuales. Así se empezó desde hace algunos años a diseñar modos de “escanear” – aunque aún estén en un larguísimo proceso de gestación- los cerebros humanos para intentar transferir toda su información a máquinas corpóreas: los famosos robots donde podrían subsistir indefinidamente.