cultura

Entre la seducción y la crueldad

Caterina Sforza fue obligada a casarse a los 10 años, a partir de allí, una lucha de intereses que la llevó a una cima del poder.

Sobre las murallas de la fortaleza de Ravaldino, recibió una dura amenaza: o se rendía o acabarían con la vida de sus hijos, a quienes el enemigo tenía como rehenes. Lejos de acobardarse, la mujer se llevó la mano al pubis y gritó: “¡Matadlos si así lo queréis, tengo el instrumento para tener muchos más! Nunca conseguiréis que me rinda”.

Caterina Sforza nació en 1463, hija ilegítima de Galeazzo Maria Sforza, duque de Milán, y su amante Lucrecia Landriani. La vocación de sobreviviente bastarda de Caterina le requirió los mayores sacrificios. Por entonces, Italia era una lucha constante entre facciones. Españoles al sur en el reino de Nápoles, franceses al norte, los estados pontificios en el centro y las grandes familias nobiliarias del Renacimiento disputándose territorios, poder, control y riquezas. En este contexto, las mujeres nobiliarias eran poco más que un objeto de intercambio para llevar a cabo alianzas matrimoniales con el fin de seguir aumentando el poder reunido por ciertos apellidos.

Política, religión, guerra y economía eran las cuatro patas de un trono por el que luchaban los hombres de aquella época. En ese mundo masculino se internó Caterina Sforza. Su arrojo, valentía y atrevimiento la convirtieron en un personaje legendario con motes como “la diablesa encarnada”, “la vampiresa de la Romaña”, “la tigresa de Forlì” o “la virago cruelísima”, pues “virago” se utilizaba por los italianos para definir a una mujer que actúa como un hombre. ¿Qué hizo Caterina Sforza para ganarse estos sobrenombres?

No obstante, su condición no fue motivo para alejarla de la vida nobiliaria. Su padre la educó como era menester en la época y, por qué no decirlo, el duque de Milán ganaba con ella otra pieza más para su estrategia. Así lo demuestra el hecho de que Caterina Sforza contrajo matrimonio con solo diez años. Su marido, de treinta años, fue Jerónimo Riario, sobrino del papa Sixto IV y señor de Imola, un enclave de la Romaña, al norte de Florencia. Caterina tuvo cuatro hijos mientras soportaba las infidelidades de Jerónimo y, a pesar de no vivir un matrimonio feliz, Caterina luchó por los intereses de su marido, por el hecho de que la posición de Jerónimo sería la heredada por sus hijos.

En agosto de 1484 falleció Sixto IV, benefactor de Caterina y su marido. Comenzaba entonces ese juego político entre las grandes familias por colocar en el trono de Pedro un candidato cercano a sus intereses. Caterina vio peligrar sus posesiones en función del nuevo papa que fuera elegido, pero no consentiría ceder nada de lo que era suyo. A sus veinte años, embarazada de siete meses, Caterina cabalgó hasta el castillo de Sant’Angelo y al frente de una guarnición exigió que se respetaran sus títulos y posesiones. No solo mantuvo el señorío de Imola, sino que el nuevo pontífice, Inocencio VIII, le concedió también Forlì.

A finales del siglo XV, el trono papal lo ostentaba Alejandro VI, el papa Borgia, quien declaró ilegítimos a los señores de la Romaña con la intención de hacerse con las ciudades de esta región y añadirlas a sus posesiones pontificias. Caterina no dudó en enfrentarse a un rival de una dimensión demasiado grande para sus recursos. Sin embargo, resistió más de lo que muchos hubiesen sospechado. Preparó a su ejército y pertrechó la fortaleza de Ravaldino, donde recibió el asedio del poderoso ejército comandado por el hijo del papa, César Borgia. Con los hijos de Caterina como rehenes, se armó de una valentía –que bien puede llamarse temeridad- y enfrentó a una de las familias más poderosas de la Cristiandad.

El resultado era inevitable. César Borgia fue conquistando ciudad tras ciudad y en enero de 1500 logró penetrar en Ravaldino y apresó a Caterina. Sin embargo, ella no dejó de mostrarse rebelde e incluso se le atribuye el intento de asesinar al papa mediante unas cartas envenenadas.

Acabó encarcelada en el castillo de Sant’Angelo -construido por el emperador Adriano como panteón familiar y que fue convertido primero en fuerte papal y luego en prisión-, de donde fue liberada a finales de junio de 1501. Sin tierras ni títulos que defender, se retiró a Florencia, donde pasó sus últimos años hasta que, en mayo de 1509, a sus 46 años, falleció por una neumonía. Fue enterrada en el convento de Santa María delle Murate siguiendo sus propias indicaciones: una tumba anónima.

Noticias Relacionadas