cultura

Entrevista a Natalia Litvinova

La escritora bielorrusa radicada en Argentina acaba de publicar una novela llena de huellas autobiográficas en las que se filtra el fantasma de Chernóbil.

Es una poeta honda y delicada. Ese pulso deslumbrado está presente en todo lo que escribe, también cuando hace prosa, como lo demuestra Luciérnaga, su primera novela, ganadora del Premio Lumen de Novela 2024, que se entrega en España. Una historia que transcurre a pocos kilómetros de Chernóbil —la central nuclear que explotó en 1986—, narrada con una prosa precisa, certera, iluminada enteramente por la poesía.

—Empecemos hablando de esa niña que es la gran protagonista de esa novela y que no es otra que vos. Tuviste una infancia llena de carencias, pero también rica de fantasías. ¿Cuál fue el sentimiento que prevaleció en esos años de tu vida?

—Viví rodeada de campos, de bosques. También era muy común en mi ciudad la tranquilidad: los niños se paseaban libremente por las calles. Esa mirada asombrada, juguetona, tiene que ver con el entorno y con la libertad que me dieron mis abuelos y mis padres en la infancia. Crecí descubriendo las cosas sola, más allá del colegio, las amistades, mis padres. Tenía mucho tiempo libre. De hecho, con mi hermano habíamos tomado la decisión de no estudiar nada más. Me llevaron a hacer danza por un problema que tenía en la espalda, pero estaba esa presión social de mandar a los hijos soviéticos, a muchas actividades: patinaje artístico, salto, ajedrez, tocar el violín. Mi madre nos preguntó qué queríamos hacer y nos miramos con mi hermano y le dijimos: nada. Queríamos jugar, estar solos, caminar, perdernos. Y mi mamá lo aceptó. Para mí fue importante ese permiso de seguir creciendo.

—Buena parte de tu formación viene de la naturaleza.

—Me formó mucho la naturaleza, pienso que también la enseñanza viene de ahí, de la observación, de ir al bosque o a los parques. Me habían enseñado qué es lo que no había que comer, a qué hora me tenía que ir cuando anochecía, qué pasaba si veía un animal que me podía parecer peligroso. Extraño mucho el contacto con los ríos, el pasto, caminar descalza y tener los pies curtidos. Creo que toda mi escritura tiene que ver con mi vínculo con la naturaleza y con esa infancia en algún punto idílica.

—La novela muestra a esa niña.

—Una niña que no para de hacerse preguntas porque empieza a escuchar cosas de adultos, problemas sociales, políticos y económicos. La palabra radiación, que no la puede encontrar en ningún lado porque no hay internet. En fin, los libros que teníamos sobre Chernóbil, yo, a los 8 o 9 años, no los podía leer porque no me dejaban; estaban en los estantes de arriba. Fue una infancia que anhelo y que quizás los poetas solemos retomar bastante cuando escribimos, y que gracias al recuerdo también se vuelve mucho más embelesada, más hermosa, porque la idealizamos. Soy muy consciente de que el migrante tiene esa mirada nostálgica de su pasado, de una manera dolorosa, pero mucho más maravillosa de lo que seguramente fue.

—¿Qué significó convertirte en una migrante?

—Fue trazar una línea, un antes y un después. No solo porque crecemos y dejamos atrás la infancia, sino también porque algo se parte. Sabía que ya no podía volver a ver a mis abuelos, lo intuía. Acá nos recibió un mundo muy distinto y perdimos muchas cosas también al llegar. Esto que aparece en la novela de que nos estafaron, la inocencia de mis padres; eso fue así. Cuando yo me enteré junto a mi hermano de que nuestros padres habían perdido toda la plata, sabíamos que no íbamos a volver. Entonces mi cabeza, además del duelo que empecé a hacer y que entendí mucho más adelante, empezó a fijar todos esos recuerdos.

—¿Cuándo y cómo entró la palabra radiación en tu vida?

—Muy chiquita. Obviamente no te puedo precisar, pero siento que crecí con esa palabra que no me asustaba para nada. Así como pensaba que en todas las ciudades del mundo nevaba y había bosques, pensaba que en todo el mundo había radiación. Es algo que no se me explicaba porque era cosa de adultos. Sin embargo, mi madre, sobre todo, era la que más hablaba del tema. Recuerdo a mi abuela Elena, que aparece en el libro, a la única abuela que conocí personalmente, “¿Radiación? ¿Qué radiación? Hay que trabajar”. Estamos hablando de un país muy agrícola hasta el día de hoy, entonces, claro, nosotros crecimos pensando en el esfuerzo propio, en el trabajo de nuestros abuelos, que no se podía parar. No podíamos dejar de comer lo que comíamos, porque no había otra opción de alimentos. Cuando llegue a mis diez años a Buenos Aires y me anotaron en un colegio a las dos semanas; yo no sabía hablar, fui con ese miedo de que me iban a tratar como una niña distinta, como una niña radioactiva. Y nadie tenía idea de la radiación y muy poco se sabía sobre Chernóbil. Ahí comencé a preguntarme qué soy.

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