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Faye Dunaway, de atracadora de bancos a estrella de Hollywood

Es una de las grandes figuras que dio el cine norteamericano, su osadía la llevó a memorables amores, pero también a importantes enfrentamientos.

Hacer de ladrona y fugitiva la llevó a la fama. En 1967 los cines se abarrotaban para ver a Faye Dunaway hacer de Bonnie Parker, en tanto Warren Beatty encarnaba a Clyde Barrow, que habían comenzado una como camarera, el otro como campesino, y que se terminaron convirtiendo en una de las más inolvidables parejas de atracadores de bancos.

A los 27 años, Faye Dunaway brillaba con todo el resplandor de una estrella. Vittorio De Sica la incluye en el elenco de Amantes, en la que una norteamericana divorciada, que es diseñadora de moda condenada a una muerte lenta por leucemia, decide pasar los últimos días de vida, en Lignano, un pueblito italiano, en donde se enamora de un ingeniero, protagonizado por Marcello Mastroianni, del que inevitablemente se enamora, y con quien vive diez días de pasión desaforada. Como si la realidad fuera la continuación del cine por otros medios, allí se veía a la pareja de actores, fuera del set, paseando del brazo en Cortina D´Ampezzo, un centro turístico chic. Apenas comenzado el rodaje, la prensa especializada en chismes se hizo un auténtico banquete con la pareja y los paparazzis estaban condenados a las horas extras. Había dos inconvenientes. Mastroianni estaba casado –con un amor a prueba de amoríos–, y Faye pensaba formalizar con Jerry Schatzberg, un director de cine con quien planeaba filmar una película sobre el apogeo y la decadencia de una figurita de moda de la época.

Bonnie and Clyde había sido su consagración, pero Faye Dunaway estaba convencida de que su personaje no había sido del todo logrado. Antes había hecho dos películas: The extraordinary sea man, con David Niven, y Esquire, con Steve McQueen. Pero la tercera película fue la vencida y ella, la vencedora. Como Bonni, Faye había nacido en el sur de los Estados Unidos, el 14 de enero de 1941, en Bascom, un pueblo de campesinos perteneciente al estado de Florida, donde había solo una calle, una estación de servicio, un sol feroz y tierra por todas partes. Su padre inició la carrera militar para librarse de esa interminable desolación. La infancia de Faye fue un continuo vagar: siempre casas nuevas, caras desconocidas, escuelas donde no tenía amigos, nombres extraños que debía aprender y chicos a los que tenía que rogar para que la dejaran jugar con ellos: “Fantaseaba con la vida de los actores y en segundo año del ciclo secundario interpreté el papel principal de Medea, de Anouilh, en el teatro de la escuela. Fue una revelación extraordinaria, que me decidió a ser actriz profesional e inscribirme en la Universidad de Bellas Artes de Boston. Dos días después de recibir el diploma, trabajaba en la Repertory Company del Lincoln Center”. Así empezó un recorrido que la llevaría a hacer Las Brujas de Salem, de Arthur Miller; El hombre de dos reinos y Después de la caída, bajo la dirección de Elia Kazan, y el resto de un muy largo camino que le deparó un Oscar, un Emy, tres Globos de Oro y un Bafta.

Faye Dunaway acepta como pinceladas de su retrato ser considerada neurótica exasperante e inestable hasta la desesperación. Arthur Penn –el director de Bonnie and Clyde–, dijo “no es una actriz, sino un monstruo de coraje”. Tuvo muchas oportunidades para demostrarlo. Roman Polanski la dirigió en Barrio chino. En una secuencia, le hizo filmar una escena tres veces. Cuando se lo pidió por cuarta vez, ella le arrojó una copa de vino en la cara.

Trabajó con muchos de los mayores actores de su época: Jack Nicholson, Paul Newman, Robert Redford, Orson Welles, Robert Duvall y Dustin Hoffman, entre muchos otros. En 1981 hizo dos papeles que le valieron duras polémicas: el de Joan Crawford –a quien personificó en Mamita querida, una despiadada película sobre la mítica actriz–, y la representación de Eva Perón, en una obra hecha para la televisión mundial.

A los 82 años, esta diva se encuentra apartada de todos los cotilleos hollywoodenses, no acepta entrevistas y se dedica a coser con los retazos de los amores vividos una manta que la cubra para cuando llegue el día del frío final.

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