cultura

Feliciano Brunelli, el rey de las orquestas características

Fue líder indiscutido en los bailes de los clubes de barrio en las décadas del 40 y el 50, con una música ligera y fácilmente bailable.

Nació en Marsella, Francia, el 7 de febrero de 1903, pero sus padres eran italianos. Cuando tuvo 5 años, la familia se mudó a Argentina, radicándose en la ciudad de Rafaela, provincia de Santa Fe. Estudió piano en el conservatorio, pero fue su padre quien le enseñó a tocar el acordeón, y le aconsejó: “Mirá, si bien el piano puede ser tu instrumento del futuro porque sos estudioso y buen intérprete, el acordeón puede llegar a ser tu pan”.

Armó un grupo con unos amigos y se presentaban en cafés y salones, haciendo giras por los pueblos cercanos. Después fue a Buenos Aires para conseguir trabajo. En la época del cine mudo tocaba el piano como música de fondo. Otro rebusque era tocar disfrazado de cowboy en la puerta del cabaret California.

Acompañándose con su acordeón a piano fue hilvanando un éxito tras otro: Barrilito de cerveza, Recuerdo veneciano, España cañí, Esclava rica, Farolito, que le dieron una inmensa popularidad. Su repertorio era muy variado, abarcado tangos, valses, candombes, milongas, rancheras, pasodobles y cuanto ritmo pudiera ser bailado. En los años en que los clubes de barrio hacían sus infaltables bailes de los sábados, la presencia de Feliciano Brunelli y su cuarteto criollo era un acontecimiento popular. Era la estrella de los bailes de carnaval, y como no había club con la capacidad suficiente, cada tanto actuaba en el Luna Park, provocando gigantescos bailes. Reconocía haber ganado mucho dinero, pero con un fin prefijado: “Todo lo que pude haber ganado lo invertí en la educación de mis hijos. Siempre he sido un hombre dedicado a su familia”.

A lo largo de cuarenta años grabó casi 800 canciones. En la casa central de la RCA Victor, en Estados Unidos, su foto figura enmarcada entre los que más dinero hicieron recaudar a la empresa. Había entrado por primera vez a la casa argentina de esa grabadora en 1929, al verlo solo con su acordeón fue rechazado sin ser escuchado. Se puso a tocar en los pasillos, lo escuchó un directivo y lo contrató para que hiciera una grabación. Así nació El alegre acordeón, que reunía temas como Florcita de mi pago, Domingo de Ramos y Puente Pexoa. Casi de inmediato lo contrataron en Radio ­Belgrano para que actuara en vivo, cosa que hizo durante 25 años, incluyendo los bailables de Geniol, junto a Francisco Canaro, Roberto Firpo y René Cóspito.

En la década del 30 formó el Cuarteto del 900, junto a Aníbal Troilo, Elvino Vardaro y Enrique Bour. Fue uno de los fundadores de la Asociación de Directores de Orquesta, junto a Francisco Canaro, Héctor Lomuto y Pedro Maffia. Era amigo de Agustín Magaldi y Juan D’Arienzo, con quienes solía compartir escenarios, pero, a diferencia de ellos, no hacía vida bohemia, se volvía enseguida a su casa después de la función. Era un hombre invenciblemente hogareño.

Prácticamente no había argentino, de cualquier edad, que no se supiera el estribillo de alguna de sus canciones, ya fuera el barrilito de cerveza, el caimán que se va para Barranquilla o la vaca que da leche merengada. Por no hablar de “deben ser los gorilas, deben ser”, que resonaba como una consigna política en el programa radial La revista dislocada.

En la década del 60 se hizo traer tres acordeones eléctricos que encargó expresamente en Alemania. En 1964 hizo un cuarteto dirigido por uno de sus cuatro hijos, Carlos, quien había sido su arreglador. La muerte de uno de sus hijos lo desbarrancó en la melancolía. Se alejó de los escenarios sin ruido, de una manera callada y definitiva. Terminó sus días en el Once, al frente de un negocio de venta de instrumentos musicales.

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