CULTURA

Hector Alterio, un actor químicamente puro

Es uno de los indiscutidos gigantes de la actuación que dio nuestro país, pero tuvo que superar muchos escollos y sufrimientos.

Hijo de padres provenientes de Carpinone, Italia, de chico Héctor Alterio se divertía con sus imitaciones en la escuela. Vivía en el barrio de Chacarita, frente a la Plaza de los Andes, lo que le otorgó una cédula de identidad futbolera. De chico le fascinaban el tango y los zaguanes, pero casi sin saberlo se fue perfilando, durante su adolescencia, en el duro oficio teatral, por más que sus primeros honorarios no valiesen más que un sándwich.

Con solo sexto grado cumplido, Alterio había transcurrido su juventud entre pintores, contrabandistas de cigarrillos y vendedores ambulantes. Eran tiempos en los que se ilusionaba con parodiar a Sandrini, pero luego tomó otro camino, abandonó el conventillo familiar y se convirtió en referencia ineludible del teatro y cine argentinos. A los 19, mientras estaba estudiando arte dramático, fue convocado para debutar en Prohibido suicidarse en primavera, una pieza teatral del reconocido dramaturgo Alejandro Casona. Por esos tiempos, además de estudiar para formarse como actor, estaba obligado a trabajar porque en su casa no sobraba nada. Hizo de todo: pintó casas, vendió productos en la calle y hasta fue visitador médico. Así colaboró en el hogar familiar y también pudo solventar sus estudios y juntar su primer dinero. Alterio solo creyó posible salvarse si tenía el coraje de pelear por sus sueños, por eso, apenas finalizados sus estudios de arte dramático, creó la compañía Nuevo Teatro, ­convirtiéndose en un renovador de la escena teatral argentina.

Mucho tiempo después, ya casi pisando los 40 años, concretó su otra gran fantasía, el cine. Su labor se inició en 1965, en la película Todo sol es amargo. Pero sus picos cinematográficos los alcanzaría después, con Quebracho, La tregua, La historia oficial y El hijo de la novia. Guarda un especial orgullo por La Patagonia rebelde –adaptación del libro Los vengadores de la Patagonia trágica, de Osvaldo Bayer, sobre los sucesos de 1921–, en la que Alterio encarna al coronel Varela, quien estuvo a cargo del ejército que fusiló a los obreros anarcosindicalistas que se habían rebelado en la región.

En 1974, justo cuando empezaba a paladear las mieles del éxito, el reconocimiento de productores, pares y el público masivo, Héctor Alterio fue condenado al exilio. La forzada emigración, a raíz de la feroz persecución de la Triple A, llevó al actor a radicarse en España. Alguna vez confesaría: “Yo me fui con el esmoquin en la maleta, para gozar del reconocimiento; pero allá me tuve que meter el esmoquin en el culo, y la maleta y el pasaporte”.

Su viaje desencadenó lo mejor y lo peor de su carrera. Cuando le consultaron cómo había vivido aquellos primeros años fuera de su país, su respuesta fue contundente: “Muy mal, casi ni me quiero acordar, ni se lo desearía a mi peor enemigo”. Arribó a Madrid en pleno gobierno franquista, y en ese momento había un sindicato de actores muy verticalista que no le permitía trabajar. Ese año que llegó, hubo un problema con ciertos actores argentinos y en ese sindicato habían colgado un cartel que decía: “Los argentinos nos tratan a nosotros como extranjeros, por lo tanto nosotros obramos de la misma forma”. Alterio fue quien tuvo que recibir las bofetadas de aquel entuerto inverosímil. Por entonces, comenzó a trabajar “en negro”, porque su pasaporte había que visarlo cada tres meses y su visa le prohibía trabajar en España. Golpeó puertas, hizo antesalas y prestó la nuca para trabajar en películas de sexta. “Pero yo tenía que vivir, no tenía otra alternativa”, recordaría Alterio. “Entonces, por solidaridad más que por nada, porque no me conocía nadie, el productor de las películas de Saura, Querejeta, posibilitó mi primera aparición en el cine en la película Cría cuervos”.

Finalmente, remontó el repecho con sudor y lágrimas, y tras filmar bajo la dirección de los mejores logró consagrarse como un prestigioso actor internacional. En 1982 regresó a la Argentina para filmar, justamente, una película llamada Volver, dirigida por David Lipszyc, con libro de Aída Bortnik. Hoy, a los 92 años, se lo suele ver en los escenarios madrileños interpretando clásicos de la poesía universal.

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