cultura
La censura y los seudónimos
La prohibición de libros es una práctica que el poder ha mantenido a lo largo de la historia, pero muchos escritores encontraron la manera de burlar la censura.
La censura no es como otros vicios que se apoderan de sus víctimas por medio de la seducción, sino que las arrastra consigo a la fuerza. La lista de libros prohibidos por la Iglesia Católica fue comenzada en el Vaticano, hacia 1557, bajo el nombre de Index Librorum Prohibitorum. Se trataba de un catálogo de libros que la Sagrada Congregación de la Inquisición consideraba perniciosos para la fe. El objetivo de esa lista negra era “prevenir” la lectura de determinadas obras y autores, ya sea en su totalidad o parcialmente, cuyo contenido fuera ofensivo, inmoral o atentara contra las buenas costumbres. En los cien años previos habían coincidido un primer apogeo de la reciente imprenta, la vigencia inquisitoria y las nuevas teorías de Nicolás Copérnico sobre el Universo, que contradecía el planteamiento bíblico. La forma de arreglar todo ese tipo de problemas era simple: impedir que la gente leyera sobre ellos.
En los cuatro siglos siguientes, el Index se nutrió con célebres títulos de una infinidad de escritores. En algunos casos, la prohibición afectaba a todos los libros de un determinado autor. La censura no solo era a posteriori, sino que todo escritor estaba obligado a presentar su obra ante el Inquisidor, autoridad que delegaba en una serie de comisarios encargados de emitir juicio sobre las obras. Con el Index llegaron a hacerse veinte ediciones, entre 1564 y 1948, más un suplemento que llegó hasta marzo de 1959. Finalmente, la publicación del Index fue suprimida por el Vaticano en 1966, cuando el Papa era Pablo VI. No obstante, la mayoría de los grandes escritores supieron sortear estas dificultades y el ingenio de saber ocultar sus identidades —amparándose en diversos seudónimos— permitió que las nuevas ideas pudieran ser transmitidas a la sociedad.
Henri Beyle, Stendhal para la posteridad, es considerado uno de los más importantes representantes del realismo y fue una de las tantas víctimas de la censura eclesiástica. Nacido en el seno de una familia acaudalada, ingresó en el ejército y luchó con Napoleón Bonaparte en las campañas de Italia, pero lo abandonó en 1802 para trabajar en la administración imperial. Desde entonces, no dejó de viajar a diferentes países europeos. El autor de Rojo y negro y La cartuja de Parma, dos de las novelas más modernas del siglo XIX, dio nombre al síndrome que fue descrito por primera vez como un trastorno psiquiátrico por la doctora Graziella Magherini. En la década de 1970, Magherini observó a cientos de pacientes que experimentaban mareos, palpitaciones, alucinaciones y despersonalización al contemplar obras de arte como las esculturas de Miguel Ángel. “Eran ataques de pánico causados por el impacto psicológico de una gran obra maestra”, explicó la doctora sobre el síndrome Stendhal.
Otro de los grandes retratistas de la sociedad francesa de su época fue Honoré de Balzac. El famoso escritor nació el 20 de mayo de 1799, en Tours, una de las principales ciudades del Valle del Loira. Nacido como Honoré Balssa, tomó después el nombre de Honoré de Balzac: fue en la década de 1820 cuando comenzó a escribir por encargo y desarrollar todo su talento; firmaba con distintos seudónimos obras de diversos géneros. Por entonces, publicó La comedia humana, donde hizo un incisivo análisis de la sociedad francesa, desde la caída de Napoleón hasta la restauración monárquica.
George Sand era el seudónimo de la novelista Aurore Dupin. Fue una escritora proveniente de una familia aristocrática y se casó a los dieciocho años con el Barón Dudevant, con quien tuvo dos hijos. Sin embargo, en 1831, escapó de su marido con el fin de lanzarse a una vida independiente y empezar su carrera de escritora. Con el detalle de que, tras abandonarlo, comenzó a usar vestimentas masculinas, pues este disfraz le permitía circular con libertad por todo París y le daba acceso a lugares donde mujeres de su rango eran rechazadas sin excepción.
El Index contribuyó, en definitiva, a la costumbre de firmar libros con seudónimos, un hábito en el que el escritor más destacado fue, por lejos, Voltaire, a quien se le han atribuido un mínimo de 137 nombres falsos, el más conocido de los cuales era precisamente Voltaire.