La historia de Juan Carlos Livraga, el fusilado vivo

Fue en La Plata que Rodolfo Walsh se enteró de la existencia de un sobreviviente de los fusilamientos de 1956 y se decidió a contar los hechos.

Rodolfo Walsh confesó que la primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 le había llegado en forma casual, a fines de ese año, en un café de la ciudad de La Plata donde se jugaba al ajedrez, se hablaba más de Keres o Nimzovich que de Aramburu y Rojas, y la única maniobra militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura siciliana.

Hasta ese momento, Walsh era periodista cultural, traductor de inglés y escritor de cuentos policiales. La noche del 18 de diciembre de 1956, mientras tomaba cerveza en un bar, un amigo le deslizó una frase que iba a cambiarle la vida para siempre: “Hay un fusilado que vive”. Solo tres días después, Walsh se encontró por primera vez con Juan Carlos Livraga –el fusilado vivo–, y ese fue el comienzo de una agotadora pesquisa que le llevó meses, rastreando a los demás sobrevivientes, pero sobre todo marcó el nacimiento del mayor libro de la historia del periodismo argentino, Operación Masacre.

“Fue morir y volver a vivir, pero, sobre todo, enfrentar al mundo”, es lo primero que confiesa Livraga. Esa noche estaba con un grupo de amigos en una casa de Hipólito Yrigoyen 4519, Florida. No era una noche más: como era costumbre en aquellos sábados de boxeo, miles de oídos estaban imantados a la radio, escuchando la transmisión de la velada. Muchos, esperando una victoria de Eduardo Lausse. Otros, aguardando una paliza de Humberto Loayza.

Ese día había sido fatal para Livraga, y su rumia ensimismada lo hizo prever alguna desgracia. Efectivamente, después de haber estado manejando durante horas el colectivo de la línea 10, se le descompuso delante de la cancha de Colegiales. Confiaba en que el motor encendería, pero nunca pasó. Una vez que los pasajeros descendieron del colectivo, decidió ir a la cancha. Ese día jugaban Colegiales y All Boys. Hambriento, antes de ingresar a la cancha se compró un chorizo, pero almorzó con tanta rabia que le cayó pésimo. Vio el partido descompuesto. Livraga era fanático de Colegiales. All Boys ganó en el último minuto. Más rabia aún. Cuando regresó a su casa, el padre le preguntó por qué no estaba trabajando. Le contó el problema y le avisó que se iba a acostar. Tenía que recuperarse sí o sí: esa noche, después de la pelea, tendría una cita con la mujer de sus sueños.

Eran años tan colmados por la inocencia y el deporte que Livraga no podía sospechar que esa felicidad tan cuidada acabaría rompiéndose bruscamente: “Cómo voy a olvidarme de ese día, si fue el peor que pasé. Soy de las personas que cumplen, y más a una mujer. Esa cita me había costado por bastante tiempo, hasta que conseguí que me aceptara. Era ir a bailar a la hostería de Munro. A mí me gustaba el baile, decían que bailaba bastante bien el bolero. En ese tiempo, era primero bailar con la madre y después con la hija. Salgo de mi casa ya recuperado del dolor de estómago. Ella me esperaba cerca de las 11. Cruzo el Charco, que era una calle que siempre se inundaba, y en ese momento siento un silbido. Me doy vuelta: era Vicente Rodríguez. Me dice: Carlitos, ¿a dónde vas? Le conté lo que pasaba. No vayas a la oficina que no hay nadie, venite con nosotros. La oficina era la hostería. Esa noche pasaban la pelea de Lausse y Loayza. Y dije: Bueno, me voy a quedar un rato”. El resto es historia conocida.

Recuerdo de la muerte

Pocos meses más tarde, Walsh buscó a ese sobreviviente. Escuchó el increíble relato de Juan Carlos Livraga y lo creyó en el acto. Dos hombres cuyas historias personales se entrelazaron con la historia del país: uno con la valentía para contarla y el otro para escribirla. Ambos con la desgracia a cuestas de la persecución policial sufrida desde entonces.

Finalmente, Juan Carlos Livraga se casó en 1959. Tuvo una hija dos años después. A comienzos de los 60, decidió exiliarse en los Estados Unidos, donde comenzó a trabajar en el consulado; tres meses más tarde obtuvo la residencia legal para radicarse allí. Rodolfo Walsh no corrió la misma suerte: el 25 de marzo de 1977, durante la última dictadura cívico militar, fue asesinado por el grupo de tareas liderado por Jorge Eduardo “El Tigre” Acosta.

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