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La Plata, cuna de una maldición

La llamada “maldición de los gobernadores” es una superstición que no pueden conjurar los gobernadores de Buenos Aires para llegar a la presidencia,

Quien estrenó la maldición fue Adolfo Alsina –exministro de Guerra de Nicolás Avellaneda y vicepresidente de Domingo Faustino Sarmiento–, quien antes de morir, en 1877, había anudado una alianza con probabilidades de que lo alzara a la presidencia.

Otros ven el inicio de esa maldición, que pesa ominosamente en el ánimo de los gobernadores de la Provincia de Buenos Aires con pretensiones de llegar a presidente, en el fundador de nuestra ciudad.

La historia oficial exalta a la Generación del 80 por considerarla liberal, europeísta y forjadora de la Argentina agroexportadora, subordinada al Imperio Británico. Lo cierto es que en esa generación hubo personajes importantes con concepciones antagónicas. En muchos de ellos se manifestó una tendencia europeizante, presidida por la importación de ideas provenientes de otros países; pero también hubo políticos con vocación nacional que intentaron consolidar el Estado desde nuestras propias experiencias. Uno de esos hombres fue Dardo Rocha.

Tras su breve carrera militar, Rocha asumió el puesto de gobernador provincial el 1° de mayo de 1881. Su labor vino a continuar el espíritu de reforma que la élite gobernante había instaurado en todos los ámbitos de gobierno. De modo que introdujo reformas en el sector industrial, elaboró una nueva ley de tierras y otra que regulaba la navegación del río Bermejo. Pero, sobre todo, contribuyó de manera decisiva a la fundación de la ciudad de La Plata, tras el dictamen de la ley de 1882.

La carrera política de Dardo Rocha iría tomando cada vez mayor relevancia, y en 1886 abandonó la diplomacia para presentarse como candidato a la presidencia de la República. Su figura fue el sello fundacional de infinitas polémicas y perspectivas heterogéneas, en torno al mito que impediría que un gobernador de la Provincia de Buenos Aires se convierta en jefe de Estado.

Algunos creen que la causa de la maldición fue una bruja: La Tolosana. Su nombre no ha quedado registrado. Sólo se sabe que vivía en Tolosa, y que en la noche de San Juan, la del 23 de junio de 1883, practicó un rito en Plaza Moreno, cuyos efectos parecen haber persistido hasta el presente. Los actos oficiados por la bruja fueron de carácter escatológico: luego de emborracharse, dio tres vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj, alrededor de la bóveda subterránea donde se halla la piedra fundacional de nuestra ciudad; y, para refrendar su maleficio, orinó abundantemente ante el estupor de los presentes.

A partir de allí, la lista de nombres de los gobernadores que vieron frustradas sus expectativas presidenciales se fueron sumando sin solución de continuidad: Guillermo Udaondo, Bernardo de Irigoyen, Marcelino Ugarte, José Camilo Crotto, Manuel Fresco, Rodolfo Moreno, Domingo Mercante, Oscar Alende, Antonio Cafiero, Eduardo Duhalde y Daniel Scioli.
En la campaña electoral de 1999, el candidato peronista Eduardo Duhalde razonó que si una bruja había sido la causante de la maldición, un brujo sería el único capaz de romper el maleficio. Por eso, los diarios de la época informaron que un parapsicólogo, Manuel Salazar, había sido contratado para terminar con esta maldición. La historia demostró cuán vano fue ese intento.

Una maldición que parece melliza a la que pesa sobre los gobernadores bonaerenses es la que se cierne sobre los cordobeses que llegaron a la presidencia de la Nación, los que inevitablemente no pudieron terminar sus mandatos:
−Santiago Derqui, quien en 1860 sucedió a Justo José de Urquiza, y que dieciocho meses después tuvo que renunciar como consecuencia de la Batalla de Pavón.

−Miguel Juárez Celman, a quien la Revolución del Parque le hizo renunciar en 1890.

−Arturo Illia, destituido en 1966, por un golpe de estado.

−Fernando de la Rúa quien dejó la presidencia en helicóptero, luego de treinta y nueve muertes en dos jornadas, y el país sumido en una grave crisis estructural.

La maldición de los gobernadores bonaerenses es un punto ciego de nuestra historia política. La clave de su vigencia está en los que acatan voluntariamente su mandato. No será el menor de sus desafíos el que se proponga el gobernador que se postule a la presidencia con la intención, no sólo de conjurar la maldición, sino también para profundizar un proyecto de país más justo e inclusivo.

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