Las orquestas de señoritas, parte de la mitología platense

Durante las décadas del 30 y el 40 fueron reinas indiscutidas de confiterías y cafetines de Buenos Aires. También en nuestra ciudad conocieron su hora de gloria.

Encaramadas sobre estrechos palcos, enfrentaban a un público no siempre muy selecto. Fueron pioneras de una profesión no muy bien vista en las primeras décadas del siglo XX, pero desafiando las convenciones y la maledicencia se impusieron a fuerza de coraje en los cafetines de Leandro Alem en Buenos Aires, y en alguna confitería del centro de La Plata. Se las conocía, sencillamente, como orquestas de señoritas.

Su repertorio era esencialmente tanguero, acorde con la atmósfera de aquel Buenos Aires de la Corrientes angosta, de las costureritas que dieron el mal paso, de los taitas bravos del arrabal. Un tiempo del que ya no queda sino una mansa nostalgia.

En su mayoría eran mujeres que debieron salir a la calle en la lucha por la subsistencia y crianza de sus hijos. Sus aficiones artísticas las llevaron al varieté. En nuestra ciudad, la pionera fue Marta Gálvez, quien tocaba el piano en el cine París –calle 7 entre 48 y 49–, acompañando a las películas mudas. En una entrevista que le hicieron a comienzos de los 70, declaró: “Como yo nunca había en­trado a un cine, en vez de hacer el acompañamiento, me distraje mi­ran­do la cinta. Se armó un lío de padre y señor mío, pero como pianista tenía una ventaja: tocaba de espaldas al público, y entonces la cosa era encogerse de hombros y meterle a las teclas”. De allí, junto a otras amigas que también estudiaron música, decidieron armar una orquesta de señoritas, que hizo su estreno oficial en el Bar y Confitería Victoria, de 7 y 49. Tuvieron cierto éxito y llegaron a tocar en el célebre Café de los Angelitos, en Buenos Aires: “Una vez vino a vernos actuar el inolvidable Cátulo Castillo, quien entonces era director del Conservatorio Municipal. Cuan­do terminamos nuestro número, aplaudió muchísimo y nos invitó a que fuéramos a verlo”.

En el Gran Café y Confitería París, de 7 entre 54 y 55, se lucía Amelia Bernáez, una diva de pelo platinado y brazos recubiertos de dudosos brillantes, cantora de una de las orquestas. Tenía 15 años cuando pidió ser incorporada a la agrupación. Al principio no la aceptaron por la edad, luego la tomaron de prueba, y al ver la manera en que hechizaba con su voz a los parroquianos, decidieron adoptarla casi como a una hija. Tardó en adaptarse al ambiente nocturno de los cafés: “Eran épocas demasiado bravas; aunque teníamos miedo, siempre había que sonreír. Además, los patrones pagaban lo que querían, y si una no estaba de acuerdo, enseguida encontraban a la reemplazante. Cuando formé mi propia orquesta, las cosas cambiaron: yo era mi empresaria. Lo único que lamento es no haber tenido contratos en el extranjero: en los Estados Unidos, por ejemplo, los conjuntos de señoritas eran muy buscados y, por supuesto, pagaban en dólares, ¡imagínese!”.

Los conjuntos no tenían nombres propios, se llamaban, solamente, “orquesta de señoritas”, designación un tanto equívoca, ya que muchas de las integrantes estaban casadas y con hijos. Como en esa época iban a los cafés hombres solos, figuraban como solteras para resultar más atractivas. Durante las actuaciones se sacaban el anillo. Generalmente eran cuatro las integrantes, pero los dueños de los locales sumaban figurantas en la orquesta –mujeres que hacían que tocaban un instrumento–, por lo cual, de acuerdo a las proporciones del escenario, llegaban a subirse cerca de diez mujeres. No se conocen incidentes de gravedad, la prensa de la época nunca reflejó intentos de abuso. A veces, la concurrencia masculina les hacía llegar el pedido de alguna pieza, escrito en un billete a modo de propina.

Su marcha hacia el olvido

Esas muñecas que sobre el escenario se movían con tristísima compostura fueron eternizadas por la escritora María Elena Walsh en un vals en el que dice: “En su palco las señoritas / repetían con todo esmero / pasodobles y rancheritas / que no daban para el puchero”. No tenían horario: actuaban en matiné, vermut y noche; algunas veces lo hacían en lugares diferentes, alternando Buenos Aires y La Plata, las dos ­capitales de las orquestas de señoritas.

Un buen día, las orquestas de señoritas desaparecieron. Las mató el fonógrafo. A los dueños de los cafés les resultaba más barato poner una vitrola y así, lentamente, comenzaron su marcha hacia el olvido definitivo. Muchas de ellas se reciclaron laboralmente como “vitroleras” o bailarinas de zarzuelas. La vida les había enseñado que hay que animarse a todo.

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