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Los sofistas, los filósofos más calumniados de la historia

Se los asocia a la deshonestidad intelectual, a las argumentaciones falsas y capciosas. Sin embargo, para muchos fueron los auténticos maestros de la Grecia Antigua.

Los sofistas no han tenido casi nunca un lugar feliz en la historia de la filosofía. Entre las restricciones platónicas a lo metafísico y las aristotélicas a lo empírico, los sofistas tomaban en cuenta ambos planos proponiendo una indagación empírica en cuestiones metafísicas. En la Antigua Grecia, la mayoría de los filósofos no vivía en una torre de marfil, dedicado exclusivamente al compromiso de una sabiduría individual; por el contrario, vivían inmersos en la sociedad de su tiempo, preocupados por los problemas políticos del momento.

De modo que las diferentes escuelas filosóficas, desde los platónicos a los epicúreos, desde los aristotélicos a los cínicos, legaron una numerosa cantidad de discípulos que enriqueció notablemente la cultura civil de las ciudades griegas de la antigüedad. Platón, por ejemplo, levantó la Academia en un bosque suburbano de olivos sagrados, al que se llegaba por un camino dulcemente umbroso entre templos y jardines; el Liceo, la famosa escuela fundada por Aristóteles, se estableció en un gimnasio a las afueras de Atenas, con el célebre pórtico donde el filósofo y sus alumnos paseaban durante sus largas discusiones.

Antes de Platón, el término “sophistes” tenía una connotación positiva, relacionada con la palabra sophos y sophies, que significan “sabios” y “sabiduría”, y designaban a un hábil artesano o artista, como por ejemplo un poeta o adivino. Para Platón, los sofistas –que vivían de un sueldo que cobraban como filósofos–, con sus juegos retóricos, buscaban convencer a los demás sobre la verdad de algo infundado. Según el historiador G.B. Kerford, los sofistas fueron condenados “a una especie de limbo entre los presocráticos por un lado y Platón y Aristóteles por el otro, donde parecen vagabundear para siempre como almas perdidas”. Por lo tanto, después de la llegada de estos dos grandes pensadores, el término “sofisma” pasó a significar “un razonamiento plausible, falaz y deshonesto” y el discurso sofístico, un mosaico de argumentos falsos.

“Platón sabía que podía interpretar al sofista como lo opuesto al filósofo –escribió Martin Heidegger–, solo si aquel ya estaba familiarizado con el filósofo y sabía cómo estaban las cosas con él”. Para Platón y sus seguidores era más fácil identificar los defectos de aquellos a quienes percibían como sus adversarios que definir los rasgos de su propio sistema. Lo cierto es que la Europa del Medioevo y de principios del Renacimiento heredó ese desprecio: aunque los textos de los antiguos sofistas se habían perdido mucho antes y solo sobrevivían sus caricaturas, muchos académicos humanistas acusaron a las universidades europeas de albergar a profesores ineficientes y estudiantes mediocres que eran culpables de los mismos pecados sofistas denunciados por Platón y Aristóteles.

En el siglo XVI, el escritor francés François Rabelais, siguiendo la idea establecida del sofista como tonto, se burlaba de los teólogos escolásticos de la Sorbona retratándolos como “filósofos sofistas”, sucios y avaros. Su Maese pichote de Braguetardo recita en un francés macarrónico, lleno de citas equivocadas del latín, una oración escolástica por la recuperación de las campanas de Notre Dame y arenga, con garbo sofista: “Una ciudad sin campanas es como un ciego sin bastón […] Hasta que las hayáis devuelto, no cejaremos en reclamar tras vos como un burro sin grupera, de mugir como una vaca sin badajo”.

Sin embargo, en siglos posteriores hubo excepciones a este difundido menosprecio a los sofistas. Hegel llamó a los primero sofistas los “maestros de Grecia”, quienes en lugar de limitarse a meditar sobre el concepto del ser o de discurrir sobre los hechos de la naturaleza, eligieron convertirse en educadores profesionales. Por su parte, Friedrich Nietzsche los definió como hombres que se atrevían a borrar los límites entre el bien y el mal. Y Gilles Deleuze elogió sus ideas por el interés que despertaban en nosotros: “No existe otra definición de sentido –escribió–. El sentido es lo mismo que la novedad de una preposición”.

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