Cultura

María Moreno y cómo adivinar el futuro

Es una de las cronistas argentinas más reconocidas, autora de una docena de libros y actual directora del Museo del Libro y de la Lengua

Es una escritora con muchos años de trayectoria en el periodismo gráfico, autora de El Petiso Orejudo, A tontas y a locas, El fin del sexo y otras mentiras, Teoría de la noche, Black out y muchos otros libros por los que ganó la Beca Guggenheim, el premio TEA, el Lola Mora y el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas. Diario Hoy conversó con María Moreno sobre las posibilidades de dar vuelta la taba en estos tiempos tan temibles.

—¿Quiénes son los que piensan con más claridad estos tiempos?

—Hay dos filósofos que ven en la crisis del coronavirus la oportunidad de una revolución cuya vanguardia serían los más vulnerables. Ponen el cuerpo. Uno es un viejo de Bolonia, que sufre de asma y no quiere ser llamado abuelo, Bifo Berardi. El otro es Paul Preciado, que contrajo coronavirus en París, y cuando salió de la cama, una semana después, notó que el mundo había mutado para siempre, el deseo se había desmaterializado y, que si había sobrevivido, lo era sin tacto y sin piel. Entonces le escribió una carta a su ex, larga, a mano, y la guardó en un sobre blanco que firmó prolijamente. Luego la tiró a la basura, fuera del departamento, en el tacho de los reciclables. Pero, cuando volvió, luego de abrir el correo electrónico, vio un mensaje de su ex: “Pienso en ti en la crisis del coronavirus”.

—La telepatía amorosa comunica más que internet.

—No es eso lo único que escribió. Preciado hace una historia de la peste para señalar cómo ninguna tecnología superior ha logrado inventar otra cosa que el cierre de las ciudades, la separación radical del apestado, siempre pensado como extranjero o venido del extranjero: los ingleses dirán que la sífilis es francesa, los franceses, que es napolitana, los napolitanos, que vino de América contagiada por los indios, etc. En su historia, Preciado señala, en cada etapa apestada, el oportunismo de los poderes, haciendo una pedagogía de emergencia de la biopolítica.

—¿Por qué elegiste a Bifo Berardi?

—Bifo investiga las muertes que la presencia totalitaria del virus ha transformado, para la prensa, en noticias no solo no merecedoras de una portada, sino ni siquiera de un pirulo en la sección Internacionales. Enfrentamientos armados entre ejércitos regulares y opositores, atentados a los derechos humanos, ejecuciones silenciadas en Libia, Afganistán, Ye­men, Somalia, el Congo, Tailandia, Siria... Y dice que la lista solo es parcial. El virus fue creando lentamente una memoria autónoma, cerrada sobre sí.

—Vos siempre diste la voz de alerta acerca de los femicidios, y la necesidad no solo de no olvidarlos, sino de de­nunciarlos cualquiera sea el contexto.

—Nuestra sangre derramada no será negociada. Hace tiempo que Naciones Unidas considera pandemia al femicidio. Dice la xenofeminista Helen Hester que es preciso crear una fórmula que favorezca una solidaridad orientada hacia el afuera con les extrañes, les desconocides, y la figura de les extranjeres, por encima de la solidaridad restrictiva que adopta nuestra relación con lo familiar, lo similar y la figura de les compatriotas. Otra mujer, Judith Butler, la llama refugio.

—En todo este tiempo estuvimos sobreconectados a las redes, ¿no ­tenderemos quizás a identificar  psicológicamente la vida online con nuevas enfermedades?

—Bifo pregunta: “¿Y si la sobrecarga de conexión termina por romper el hechizo? ¿Si las pantallas conectivas quizá se transformen en el recuerdo de un período desgraciado y solitario?". No me lo tomo demasiado en serio, pero lo pienso. Siempre hubo flujos y reflujos, éxtasis y contraéxtasis, derechos que se consiguen, que se retiran, que se recuperan.

–¿Llegará el momento en que apaguemos los móviles, desconectemos internet, hagamos el gran blackout?

–Y sí. Que vuelva el tête à tête, la vis a vis, el dormir en cucharita, el sexo, el pete y el agujero palito, el beso queer, que es un beso colectivo, una mezcla de beso de lengua y de piquito. Lo explico mejor: consiste en que, por lo menos cuatro participantes, de diferentes gustos eróticos, junten sus lenguas en un punto mientras giran un poco en dirección a las agujas del reloj, pero con el ritmo de una cumbia, si la hay. Que vuelva el plantón de asamblea donde la labia popular siempre escupe un poco de saliva blableta.

—Nada de eso implica estar contra la tecnología.

—A la tecnología no se la demoniza, se la apropia. Daniel Link decía con justeza que, de vivir hoy, Rodolfo Walsh sería hacker, y yo agrego que su agencia de noticias Ancla volvería para violar el corazón del Pentágono, del FMI, de la ONU. Aboguemos por un feminismo cíborg, yuyero, especiero, provocador, cuyos saberes vayan de la revista Mecánica Popular a la revista Labores, de internet a los teléfonos de línea, del uso de algoritmos al equipo de radioaficionados, porque ningún archivo vence, permanece abierto; un feminismo nómade y pionero en nuevos territorios, sin cámaras de vigilancia ni microchips invisibles, porque siempre que hubo superpoderes hubo resistencia e invención, afecto y humor.

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