Cultura

Juan Rulfo y su relación con el cine

Su obra literaria, genial y escasa, tiene una relación inversamente proporcional a las adaptaciones y guiones cinematográficos que inspiró.

Le apilaron todos los nombres de los antepasados paternos y maternos y lo llamaron Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. En la familia Rulfo nunca hubo mucha paz, todos morían temprano. Algunos, asesinados, como el abuelo, el padre y el tío. Los tres, a los 33 años. Decía el escritor: “El calor, el bochor­no, la misma miseria que sufre esa gente, pues creo que causan el carácter violento. Así son esos pueblos de la tierra caliente, los de Jalisco”.

Se suponía que iba a estudiar Derecho, porque su abuelo era abogado “y alguno tenía que usar su biblioteca”. Sin embargo, no pasó los exámenes y tuvo que trabajar. Pero parecía que te­nía que ser escritor. Recién llegado a la ciudad de México, escribió una no­vela. Quería desahogarse de esa soledad en la que había vivido desde que fue internado en un orfanato en Guadalajara.

Escribir era una forma de dialogar con él mismo. Lo primero que publicó fueron cuentos. Cuando regre­só al pueblo donde había vivido y lo encontró despoblado, la gente se había ido, echando candado a sus casas. Allí pasó la noche, escuchando al viento que no dejó de soplar un instante, y ahí se le ocurrió entera esa historia de un pueblo cuyos habitantes se dejan mo­rir: Pedro Páramo, libro del que Jorge Luis Borges dijo: “Es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”.

La producción literaria de Rulfo, pese a haber sido exigua –los 17 relatos de El llano en llamas y su única novela, Pedro Páramo, publicada en 1955–, fue una cantera que la industria cinematográfica explotó por la fuerza, la originalidad y la riqueza de sus historias. Su pasión por el cine hizo que no solo cediera los derechos para la adaptación cinematográfica de sus historias, sino que él mismo fue guionista.

En las primeras cartas a Clara Aparicio, quien tiempo después sería su esposa, le hablaba con entusiasmo de películas como La escalera de caracol, de Robert Siodmak, Larga es la noche, de Carol Reed, ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra, y Siempre te he amado, de Frank Borzage. Y le confesaba su deseo de escribir alguna vez algo que pudiera filmarse, porque amaba el cine y, además, porque “la literatura no deja lo suficiente para vivir, para mantener una familia”.

A principios de la década de 1960, sin trabajo fijo, Rulfo se ganó la vida escribiendo guiones, como el que hizo junto con el director Emilio Fernández, Paloma herida, una historia de amor y venganza rodada en Guatemala. En 1964, Rulfo aparece como actor, jugando al dominó, en la película En este pueblo no hay ladrones, basada en un cuento de García Márquez y dirigida por Alberto Isaac.

Treinta y siete fueron las películas nacidas en base a las historias de Juan Rulfo. Hubo varias versiones de Pedro Páramo, como la de Carlos Belo y la de José Bolaños, dos de los que se atrevieron a narrar en imágenes lo que mu­chos lectores consideran imposible: contar en un lenguaje que no sea literario la historia de esos personajes que se buscan toda la vida y solo se encuentran después de la muerte. Esa historia de fantasmas que cobran vida para volver a perderla es un libro ­difícil, el propio Juan Rulfo dijo: “Para entender Pedro Páramo hay que leerla cuando menos tres veces, es difícil leerla, pero también lo fue escribirla, esa fue mi intención al momento de desarrollarla”.

Algunos de sus cuentos también conocieron varias versiones, como Talpa o El hombre, pero fue la novela corta El gallo de oro –que el autor nunca consideró novela sino guion, y que recién accedió a publicar 22 años después de escrita, por las intensas presiones de los editores– la que más se disputaron los directores de cine. Sobresale la versión hecha por Roberto Gavaldón, quien, gracias al guion de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, mejor supo contar esa historia de amor entre seres marginales y errabundos que van de feria en feria por un gallo de pelea moribundo y con un ala maltrecha. García Márquez recordaba que, cuando le dieron el texto, eran 16 páginas “ muy apretadas en un papel de seda que estaba a punto de convertirse en polvo, y escritas con tres máquinas distintas. El lenguaje no era tan minucioso como el resto de la obra de Rulfo, y había muy pocos recursos técnicos de los suyos, pero su ángel volaba por todo el ámbito de la escritura”. Y siguió volando, también, por todo el ámbito del cine.

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