Cultura

El encuentro de García Márquez con Hemingway

Como fue el cruce en París, un día de la lluviosa primavera de 1957.

Gabriel García Márquez era entonces un periodista de veintiocho años, con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero estaba varado y sin rumbo en París. Tenía como maestros a dos novelistas norteamericanos. Uno era William Faulkner; el otro, el escritor que más tuvo que ver con su oficio y a quien el azar lo haría cruzar en París, un día de la lluviosa primavera de 1957.

Lo reconoció de inmediato. Ernest Hemingway estaba paseando con su esposa, por el bulevar de Saint Michel. García Márquez caminaba por la acera opuesta. Hemingway iba en dirección al Jardín de Luxemburgo, y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Los lentes de armadura metálica, redondos y minúsculos, le daban un aire de abuelo prematuro. Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas.

García Márquez por un instante dudó entre pedirle una entrevista o expresarle su admiración, hablaba un inglés muy rudimentario y no estaba seguro del español de Hemingway. No hizo ninguna de las dos cosas, sino que puso las manos en bocina y gritó de una acera a la otra: “¡Maestro!”. Ernest Hemingway comprendió que no podía haber otro maestro entre la muchedumbre, y se volvió con la mano en alto, y le gritó en castellano con una voz un tanto pueril: “¡Adiós, amigo!”. Fue la única vez que se vieron.

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