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Nelson Mandela y la vigencia de su lucha antirracista

Fue el emblema del combate contra el apartheid sudafricano. Su ejemplo es inspirador para todos los que batallan contra las artificiales desigualdades humanas.

A la muerte de Nelson Mandela, el 5 de diciembre de 2013, políticos de todo el mundo alabaron al incansable defensor de los derechos humanos que había logrado acabar con el apartheid en Sudáfrica, impulsando una ley moral compartida por todos. En ese marco, el por entonces presidente sudafricano, Jacob Zuma, anunció en un discurso que fue emitido por todas las emisoras sudafricanas: “El hijo más grande de la nación ha muerto en paz”.

Sin embargo, a lo largo de su vida, Mandela se granjeó diversos enemigos. El día de su fallecimiento, un puñado de parlamentarios británicos recordaron que Margaret Thatcher había descrito al Congreso Nacional Africano de Mandela como una “organización terrorista típica” que pretendía establecer “una dictadura negra de estilo comunista” y se negaron a lamentar su fallecimiento. En ese sentido, el parlamentario Sir Malcom Rifkind declaró que “Nelson Mandela no es un santo, como nos dicen”, sino “un político hasta las cejas que creyó en la lucha armada al principio de su trayectoria y quizás siguió haciéndolo durante el resto de su vida”.

En 1995, cinco años después de la abolición oficial del apartheid, se estableció en Sudáfrica una Comisión por la Verdad y la Reconciliación, organismo judicial para recibir los testimonios de violaciones a los derechos humanos. No solo se invitó a las víctimas; los agresores también podían dar testimonio y solicitar una amnistía, tanto civil como penal. En 2000, se reemplazó por un Instituto de Justicia y Reconciliación, ya que se pasaba del establecimiento de la verdad al de la justicia. Como sucedió también en nuestro país, el reconocimiento de la culpa sin un sistema que pueda juzgarla fue considerado estéril.

Con una orden para su arresto, el primer presidente negro en la historia de Sudáfrica pasó a la clandestinidad mientras recorría el continente africano de incógnito. Al ser apresado, fue sometido a juicio en 1963, Mandela declaró que había defendido el ideal de una sociedad democrática y libre y que deseaba vivir para alcanzarlo, pero también estaba dispuesto a morir por ese ideal. “Yo que jamás había sido soldado, que nunca había participado de una batalla, que jamás había disparado contra un enemigo, había recibido el encargo de crear un ejército”, escribió en su autobiografía. Compareció ante el tribunal vistiendo una piel de leopardo, un traje típico africano que realzaba simbólicamente que era un africano negro obligado a rendir cuentas ante un tribunal del hombre blanco.

Nelson Mandela estuvo veintisiete años en prisión, rechazó las ofertas de salir en libertad mientras el gobierno sudafricano no eliminara todos los obstáculos para un juicio justo. En total, estuvo 27 años preso acusado de sabotaje, el mundo lo conoció como el preso 46664. En la cárcel se recibió de Licenciado en Derecho, y al recuperar su libertad, abrió el primer buffet de abogados negros de toda Sudáfrica. “Siempre he atesorado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que las personas puedan vivir juntas en armonía y con igualdad de oportunidades”, fueron sus palabras tras la condena por alta traición que dictó contra él el Tribunal de Johannesburgo en abril de 1964. Más tarde dijo que lo que lo había mantenido en pie a través de todas estas adversidades era su “fe en la dignidad humana”. Las actividades que los parlamentarios británicos juzgaron como “actos terroristas” fueron imprescindibles para alcanzar esa dignidad.

La autora sudafricana Nadine Gordimer, cuya ficción es un extenso registro de la injusticia del régimen del apartheid, sostiene que, en una sociedad de leyes injustas, el crimen y el castigo se convierten en conceptos morales aleatorios. “Si uno era negro –afirma Gordimer– y vivía en la época del apartheid, estaba acostumbrado a que la gente entrara y saliera de la cárcel todo el tiempo. No tenían los documentos requeridos en el bolsillo cuando salían. No podían trasladarse de una ciudad a otra sin transgredir la ley y correr el riesgo de que los detuvieran. De modo que ir a la cárcel no era en realidad ninguna vergüenza, porque no había que ser un delincuente para estar allí”. Finalmente, en 1993, Mandela fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz por “la labor cumplida para lograr con métodos pacíficos la eliminación del régimen del apartheid y el establecimiento de las leyes destinadas a crear una nueva democracia en Sudáfrica”.

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