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Ray Bradbury, un mago en el cine

Los libros y el celuloide fueron los materiales que le bastaron a este escritor para convencernos de que la realidad es más fantástica que cualquier sueño.

Ray Bradbury nació en Illinois el 22 de agosto de 1920, se crió en un ambiente en el que se mezclaban la pobreza y la avidez por la lectura. Cerca de su casa había una biblioteca, de la cual muy pronto hizo su segundo hogar: “Yo no estudié en la universidad porque era muy cara, toda mi formación la conseguí en las bibliotecas públicas. Amo las bibliotecas, si tocas una, me tocas a mí”. Durante su infancia, sus padres se trasladaban con cierta asiduidad a Tucson; por el camino, lo primero que hacía cada noche, cuando el coche se detenía, era ir corriendo a la biblioteca más cercana para ver si prestaban libros del mundo de Oz o de Poe.

Cuando era niño, quería ser mago y recorrer el mundo con sus hechizos. A los 12 años, descubrió una manera de hacer magia: escribir. Le regalaron una vieja máquina de escribir para Navidad, y desde ese día no dejó de hacerlo durante sus 91 años de vida. Mientras fue a la escuela, vendía periódicos en una esquina de Los Ángeles. Tuvo que esperar hasta los 20 años para que le aceptaran un cuento; fue en una revista de aficionados a la ciencia ficción llamada Script.

Solo el cine le producía al joven Ray tanta fascinación como los libros: “Me enamoré de las películas con El jorobado de Notre Dame de Lon Chaney, El fantasma de la ópera y los dinosaurios de El mundo perdido cuando tenía cinco años”. El cine le ayudó a construir sus relatos a partir de imágenes. Cuenta que, por haber visto la película ambientada en el Jurásico, escribió La sirena, a sus 30 años: “Ese cuento me cambió la vida, porque John Huston lo leyó y me contrató para escribir el guion de Moby Dick”. A propósito de esa incursión cinematográfica, se preguntó: “¿Cómo fue que yo fui contratado para guionar a Melville? Más aún: ¿cómo podía nadie que tuviera un atisbo de perspicacia volcar 900 páginas de hornos de preparación de aceite de ballena, fuegos de San Telmo, persecuciones y botes echados al agua en un guion del tamaño de una lata de sardinas? ¿Es que yo estaba loco para intentarlo? ¿O yo mismo me había vuelto chiflado, más tarde, cuando acometía la tarea? Admití ambas cosas”.

En una oportunidad se divirtió explicando a su anfitrión, Bertrand Russell, detalles de su guion más célebre: “Por ósmosis, el viejo Herman (Melville) se había erguido en mi sangre con salvajes gritos para vencerme y tomar en persona posesión del trono de mi corazón de guionista. Le conté a ­Russell sobre las metáforas que había recreado para que se ciñeran unas a otras, robadas de lejanas islas de la novela de Melville, para ser restituidas a su lugar compartiendo el escenario central en el que yo las había clavado para que se desempeñasen”.

Siendo muy joven, iba diariamente al sótano de la Universidad de California, a usar unas máquinas de escribir a las que tenía que ponerle diez centavos de dólar cada media hora. En nueve días gastó diez dólares; allí escribió la primera versión de Fahrenheit 451, que fue un éxito cinematográfico de la mano del director François Truffaut. Aunque la película no satisfizo del todo a Bradbury, quien la consideró “demasiado intelectual”.

En 1969, El hombre ilustrado fue llevada al cine por Jack Smight, cuyo protagonista – interpretado por Rod Steiger– es un hombre que en cada tatuaje de su cuerpo ilustra un relato fantástico que predice acontecimientos futuros. En ese libro escribió: “Mis melodías y mis números están aquí. Han llenado mis años, los años en los que me negaba a morir. Y para ello escribí, escribí, escribí al mediodía o a las tres de la madrugada. Para no estar muerto”. Es otra de sus acertadas profecías: sus libros y guiones siguen estando aquí, para demostrar que Ray Bradbury sigue vivo.

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