Robert Oppenheimer el padre de la bomba atómica

El físico estadounidense, sintiéndose traicionado por su gobierno y devastado por sus propias decisiones, reveló secretos estremecedores sobre la creación del arma que cambió la historia de la humanidad.

En el amanecer del 16 de julio de 1945, el general Thomas Farrell ingresó en el búnker llamado Trinity. En los viejos mapas, ese lugar estaba indicado como “Jornada del Muerto”. Era el punto clave de la base de Alamogordo, el ojo del polígono de los primeros experimentos atómicos. El general Farrell estaba muy emocionado, iban a asistir a la explosión de la primera bomba atómica.

En la base, el general Groves, ­responsable militar del Proyecto ­Manhattan, informó que apenas concluida la prueba le transmitirían los resultados a Truman, que se encontraba en Potsdam. Se estaban llevando a cabo conversaciones entre el presidente de los Estados Unidos, Churchill y Stalin, y ese informe tendría importancia capital.

El plantel científico del Proyecto Manhattan estaba convencido de que la bomba no sería utilizada en el campo de batalla, sino que serviría al presidente Truman para reforzar su posición y establecer sobre bases más sólidas la colaboración posbélica con los aliados. El líder de ese equipo científico era Robert Oppenheimer, quien dijo: “Durante los largos meses de la preparación cien veces había sido presa de la duda y de la angustia. Sabía que trabajaba en un arma terrible que podía cambiar el futuro de la humanidad. Creía que la finalidad de nuestra tarea era crear un instrumento de muerte tal que impidiera toda guerra futura”.

En Hiroshima, en agosto de 1945, había un hospital para los empleados del correo. El doctor Hachiya, director del nosocomio, llevó un diario de lo que veía, de lo que sucedía a su alrededor día a día, como consecuencia de la bomba nuclear arrojada por los Estados Unidos a una población civil. Él mismo había sido alcanzado por las radiaciones, pero no gravemente, por lo cual podía continuar, si bien con gran sufrimiento, su tarea de intentar salvar a los millares de personas que afluían a su hospital. Al principio los médicos no se daban cuenta de que los heridos habían sido alcanzados por radiaciones atómicas, porque ignoraban la verdadera naturaleza de la bomba caída sobre su ciudad. En las páginas del diario de Hachiya se lee el dolor inenarrable de esos pacientes, mutilaciones inimaginables, la expresión más impensada y monstruosa de la muerte.

En 1939, Einstein había informado al gobierno de los Estados Unidos que las investigaciones que se llevaban a cabo de la fisión nuclear podían tener un desarrollo de utilidad militar. Fue entonces que, en 1941, la idea de construir la bomba atómica tomó forma concreta. Oppenheimer era la persona indicada para llevar adelante el proyecto.

El hombre que lo sabía todo se equivocó

El físico estadounidense no solo tenía una muy sólida formación científica, sobresaliendo como uno de los mayores físicos del mundo entero, sino que también era un hombre de una gran cultura. Hablaba ocho idiomas. Aprendió holandés en seis semanas para dar una conferencia en Ámsterdam. Estudió griego y latín mientras seguía los cursos de Química en la Universidad de ­Harvard, donde se laureó summa cum laude en tres años. Llegó a ser experto en sánscrito, intercambiando notas con los pocos elegidos que conocen ese idioma imposible. Citaba a Dante en italiano, a Homero en griego, conocía de memoria a Bach, los cantos gregorianos, Vivaldi. Podía hablar de pintura con la solvencia de un crítico de arte.

Fue admitido en el Club de Mineralogía cuando solo tenía 11 años, y después de graduarse de químico se puso a estudiar ­Arquitectura. Cuando se recibió, se fue a estudiar Física a Cambridge y a Gottingen, primero con Lord Rutherford, después con Max Born.

A los 21 años ya era conocido por un descubrimiento llamado proceso Oppenheimer-Phillips, basado en la rotura de los deuterones en colisión. Para esto último regresó a Harvard, donde estudió Astronomía, especializándose en cuásares, partículas cósmicas que emiten luz y ondas de radio de gran intensidad.

A los 25 años ya enseñaba en el Instituto de Tecnología de California en Pasadena y en la Universidad de California en Berkeley. No le interesaban los problemas políticos ni económicos, no leía diarios, ni tenía radio ni teléfono. Se enteró del crack de Wall Street, en 1929, muchos años después de que ocurriera.

Solo le interesaba la ciencia y no comprendía nada de la relación entre el hombre y la sociedad. Empezó a tener ese tipo de curiosidad cuando alguien le contó cómo eran tratados los judíos en Alemania. Él era judío y tenía muchos parientes en ese país. También ofreció dinero para los combatientes de la Guerra Civil Española: “Nunca había estado en España, no conocía ni su literatura ni su historia, me encontraba ligado simplemente en el plano emotivo a la causa de los antifranquistas”, dijo más tarde.

“El destructor de los mundos”

El 6 de agosto de 1945, la bomba atómica también explotó dentro de él. Sus últimos años vivió sometido a la más estrecha vigilancia, su teléfono fue controlado, su correo leído y censurado, su casa vigilada, cada uno de sus desplazamientos seguidos. Siguió dando clases, en Princeton tenía la cátedra de Física Teórica que antes había tenido Einstein.

Hacia el final de su vida, con 48 kilos menos, el saco cayéndole sin vida –como si colgara de una percha–, levantando una mano esquelética en la que se podía ver cada nervio, cada vena, Robert Oppenheimer dijo con un hilo de voz: “Me he convertido en la muerte, en el destructor de los mundos”.

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