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Un antecedente de Mirtha Legrand

Lydie Aubernon era una dama de la aristocracia francesa del siglo XIX, que tenía la costumbre de sentar a su mesa a grandes personalidades a las que hacía preguntas.

A partir de 1871, hubo en París un salón frecuentado por los principales escritores de la época, especialmente, por Alejandro Dumas. Lydie Aubernon era la dueña del lugar y era una aficionada a la literatura moderna, en cuya casa hizo representar La Parissiene, la obra más exitosa de Henri Becque, antes de que fuera estrenada en público. Del mismo modo, hizo conocer en Francia a Henrikn Ibsen, con quien mantenía asidua correspondencia. Nació un día antes que terminara el año 1824, hija de un tesorero de banco. Tenía la costumbre de invitar a comer a lo más granado del arte y de la política francesa, desde los escritores Guy de Maupassant y Alejandro Dumas, al estadista George Clemenceau.

La riquísima burguesa “née” Des Beaux y su marido Verdurin, personajes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, son los dueños de un fastuoso, hospitalario y destellante salón parisiense de larga vida, cuya suerte acompaña, como enemiga y paralela, la de los salones del inexpugnable “Faubourg” Saint-Germain, cuyo altivo y envidiado símbolo es la Duquesa de Guermantes. Lo cierto es que Lydie Aubernon es en quien se inspiró Proust para elaborar a la protagonista de su célebre novela.

Aubernon recibía a sus invitados en su casa de la Avenue Messine, después en la de la Rué d’Astorg, en la que también tenía su mansión la Condesa Greffulhe, y por último en la Rué Montchanin, número 11. A la par que a brillantes invitados, también recibía a cierto número de misteriosas damas de avanzada edad, la mayoría viudas de escritores o de amigos de la madre de Aubernon, que se sentaban discretamente en segundo plano. En alguna oportunidad, el hijo de uno de los habitués a ese santuario, quien consideraba que su madre aparecía con excesiva frecuencia en las columnas dedicadas a “sociedad” en los periódicos, reprochó a su madre la frívola vida que llevaba, a lo que ésta contestó: “Tienes razón, hijo, a partir de ahora dejaré de asistir a tantos funerales”.

Lydie Aubernon era una mujer regordeta, menuda y vivaz, con hoyuelos en los brazos, que se ataviaba con llamativos vestidos recargados de adornos, y calzaba zapatos con pompones. De ella dijo Montesquieu: “Parecía la Reina Pomaré sentada en un sanitario”. En 1892 contaba 67 años y no ignoraba que su belleza se había marchitado; a este respecto, decía: “Me di cuenta cuando los hombres dejaron de elogiar mi rostro y se limitaron a alabar mi inteligencia”. Por su parte, el escritor Étienne Lamy comparó su mente con “la cuenca de las Halles donde se pesca algo con un tenedor largo”.

Se afirma que sus recepciones en las noches de los miércoles y los sábados eran precedidas por una cena para 12 personas -ni una más ni una menos-, en la que el tema de la conversación había sido fijado de antemano. Sus invitados no siempre se ceñían al tema elegido con el rigor que ella hubiese deseado. “¿Cuál es su opinión sobre el adulterio?”, interrogaba Mme. de Aubernon a Mme. Straus una semana en que éste era el tema, a lo que la interrogada contestaba: “Lo siento, pero me he confundido y he preparado el tema del incesto”. Labiche, al serle pedida su opinión sobre Shakespeare, dijo: “¿Es que se va a casar con alguna de nuestras amistades?”. Y al pedir al novelista italiano Gabrielle D’Annunzio que hablara sobre el amor, la contestación fue todavía más seca, ya que se limitó a aconsejarle: “Lea mis libros, señora, y permítame seguir comiendo”. Aubernon creyó que quizá sería conveniente cambiar de tema a fin de suavizar un poco el comportamiento de su invitado, y comenzó a hacerle preguntas sobre los más distinguidos contemporáneos de d’Annunzio. A este efecto, la dama le suplicó: “Hábleme de Fogazzaro”. D’Anuncio repitió: “¿Fogazzaro?” Y acto seguido añadió: “Está en Vicenza”. La cena terminó en un silencio glacial. Cuando Mme. Laure Baignéres tuvo que contestar la pregunta “¿Qué opina del amor?”, dijo: “Lo practico con frecuencia, pero nunca, nunca, hablo de ello”.

Lydie Aubernon murió el 2 de septiembre de 1899 en su propiedad de Louveciennes. Los periódicos de la época señalaron con su desaparición “la gran pérdida para la sociedad intelectual de París” .

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