cultura

Un escritor que nunca dejó de ser obrero

Andrés Rivera se formó en un hogar de trabajadores con conciencia social, clase a la que fue fiel a lo largo de su vida y su obra literaria.

Hasta el final escribía sus libros a mano, hacía correcciones que después no podía descifrar. Su prosa era concisa, seca, como un hueso enterrado. Publicó más de treinta libros. En algunos de ellos, los protagonistas fueron figuras centrales de nuestra historia: Juan Manuel de Rosas, Juan José Castelli, el Manco Paz. Era hijo de un dirigente sindical de los Obreros del Vestido y, en la pieza de inquilinato en que vivían, se realizaban reuniones de los trabajadores de ese gremio. La madre preparaba sandwiches de milanesa y Andrés, niño, los escuchaba hablar. Con mucha vehemencia, con mucha pasión. Hombres que luego iban o retornaban a sus puestos de trabajo en los talleres con tres o cuatro horas de sueño. Ahí adquirió una conciencia social que no perdió en sus 88 años de vida.

Nació en el barrio porteño de Villa Crespo, el 12 de diciembre de 1928. Todos sus parientes eran inmigrantes judíos que llegaron a Argentina por equivocación. La rama materna, que era numerosa, había llegado desde el sur de Ucrania, de una pequeña ciudad que se llamaba Proskurov, que era un centro ferroviario importante que se hizo célebre, de un modo funesto, porque cuando fue derrocado el zarismo, el general Simeón Petliura, se puso al frente de todos aquellos que estaban dispuestos a enfrentar al régimen soviético. La banda de Petliura, con los sables desenvainados, asaltó la casa de la abuela de Andrés Rivera. Pero la abuela dijo una palabra en ruso que espantó a los asaltantes: “Tifus”.

La familia se embarcó hacia Río de Janeiro. Al llegar al puerto, comprobaron con desolación que había muchos negros y ellos eran blancos. Siguieron rumbo a Buenos Aires. Su madre le contaba que el mundo porteño les resultaba increíble: “El hígado te lo regalaban en las carnicerías y la carne se compraba a veinte centavos”. Pero era muy difícil alquilar. Toda la familia se refugió en una sola habitación. Algunos aprendieron el oficio de lustradores de muebles. Otro tío se hizo tipógrafo, fue el primero que puso un libro debajo de la nariz de Andrés. Se trataba de Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt . Así empezó a leer y a escribir. Su primer texto fue la redacción de un volante elaborado en una reunión clandestina de trabajadores que se hizo en la habitación en que vivía.

Le daba más placer leer que escribir, pero cuando escribía lo hacía con gozo: “El escritor que dice que la escritura lo hace sufrir, miente. Usted puede escribir la mayor atrocidad que se le ocurra, la descripción más atroz de lo que puede ocurrir en una mesa de torturas, en un campo de concentración, etcétera... eso le da placer”. Escribía con el más viejo de los métodos, el que muchos hoy consideran anacrónico: a mano. Siempre tenía una libreta y una lapicera a mano. Dejaba por todas partes papelitos con anotaciones. Nunca aprendió a usar la computadora. Se decía a sí mismo, para convencerse, que más valía emplear el tiempo que le quedara en lecturas que aprender a usar la computadora.

En su heladera podía no haber comida pero sí chocolates. Ese era su lujo: “Lo aprendí porque los soldados siberianos del Ejército Rojo en la lucha contra las tropas hitleristas comían chocolate porque era estimulante y les daba energía. Si es verdad o no, nunca se lo pregunté a mi médico... pero ahí están mis tabletas de chocolate”.

De sus libros, el preferido era La revolución es un sueño eterno, que tiene como personaje central a Juan José Castelli , novela por la que le dieron el Premio Nacional de Literatura en 1992. El título del libro es la adaptación de unas palabras de Bernardo de Monteagudo -uno de los pocos jacobinos de la Revolución de Mayo-, quien al bajar del norte con las tropas independentistas diezmadas, dijo: “La muerte es un sueño eterno”. Rivera hizo una pequeña modificación para darle a la frase la fuerza de una consigna.

Creía que el ser humano tiene un alto grado de complicidad con el mundo que nos rodea. Los argentinos no somos una excepción. En “El Farmer”, le hace decir a Juan Manuel de Rosas: “Se puede confiar en la cobardía incondicional de los argentinos”. Murió en la ciudad de Córdoba, el 23 de diciembre de 2016.

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