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A 30 años de la masacre de Waco

Un grupo de 700 hombres al mando del FBI arrasó con una comunidad religiosa en Texas, luego de un asedio de 51 días.

El 28 de febrero de 1993, agentes de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (AFT) ejecutaron una “entrada dinamita” en la morada de una comunidad religiosa en Mount Carmel, un rancho a 16 kilómetros al este de Waco, Texas. Esta matanza se produjo, más que por el fanatismo de los davidianos que vivían allí, por la negligencia y saña de los federales. Una población entera murió entre las ruinas de aquella propiedad como resultado de la intervención policial más sangrienta de la historia estadounidense.

La matanza –que dejó aproximadamente 90 civiles muertos– requirió la intervención de más de un centenar de agentes venidos de diferentes puntos de Estados Unidos y que habían recibido entrenamiento para la ocasión en la base militar texana de Fort Hood. Llegaron hasta el lugar del asalto en un convoy de sesenta vehículos, apoyados por tres helicópteros, un avión de combate y vehículos blindados. La masacre de Waco guarda cierta relación con la tragedia ocurrida en Jonestown (Guayana) quince años antes, ya que ambas fueron reportadas a la opinión pública como sendos suicidios masivos cometidos por sectas y sobre ambos pesa la sospecha de que la verdad pudo haber sido diferente.

La versión oficial se asentó con asombrosa rapidez en los medios de comunicación, no dejando espacio informativo posible para el surgimiento de otra hipótesis. Esta liturgia de palabras se repitió hasta el hartazgo: fanáticos, sociópatas, secta, suicidios. Sin embargo, esta imagen errónea fue el prerrequisito para justificar el genocidio de un grupo marcado por la extinción y que –más allá de sus miserias– tuvo la desgracia de toparse en el camino con los intereses del establishment estadounidense.

Los davidianos eran una escisión de los Adventistas del Séptimo Día. El grupo se había establecido en Waco a mediados de la década de 1930. A principios de los setenta, adquirieron el rancho de Mount Carmel y lo tomaron como su lugar de residencia. Los davidianos y su líder espiritual, David Koresh, practicaban un tipo de religión completamente diferente de la de otros cristianos; sus ritos y reglas matrimoniales eran distintas y su sistema de propiedad no tenía nada que ver con el del resto de los estadounidenses. De hecho, existió un gran desacuerdo entre los expertos sobre si los davidianos eran una secta destructiva de nuevo cuño o, por el contrario, se trataba de una religión legítima y con una tradición a sus espaldas. Pocos días después de la matanza, el sheriff del condado de McLennan, Jack Harwell, declaró ante la prensa: “Lo que allí había era un puñado de mujeres, niños y personas mayores, todos ellos buena gente. Tenían creencias diferentes de los otros, creencias diferentes a las mías, quizá. Creencias diferentes de las que rigen nuestro estilo de vida, sobre todo en las religiosas, pero eran buena gente. Los visitaba frecuentemente y no daban ningún problema. La comunidad jamás tuvo queja de ellos, siempre se mostraban solícitos y atentos. Me gustaban”. A lo largo de las seis semanas que duró el asedio de la ATF y el FBI al rancho de los davidianos, la televisión se llenó de testimonios de agoreros y avisos apocalípticos que anunciaban el inminente suicidio de los davidianos. Todo ello contribuyó a darle al asalto de las tropas federales el aura de una intervención humanitaria destinada a evitar una tragedia aun mayor. Potentes altavoces emitían día y noche sonidos enervantes como chillidos de conejos al ser degollados, cantos de monjes tibetanos, el rugir de aviones en reacción. No es casualidad que bajo estas condiciones el operativo recibiera el nombre en clave de “Show Time”. El objetivo era poner en práctica las clásicas técnicas coercitivas de lavado de cerebro, minando las facultades mentales de los sitiados y sometiéndolos a un vacío de información que los hacía cada vez más dependientes de Koresh y, por lo tanto, reafirmaban su propósito de resistencia.

Finalmente, tras congelarse las negociaciones, el 19 de abril de 1993 se dio la orden de entrar. Un tanque rompió el muro exterior y la pared de la casa disparando gases lacrimógenos al interior. Los davidianos tuvieron que sufrir un ataque interminable con gas CS, un compuesto altamente tóxico que se cobró la vida de la mayoría de quienes estaban allí.

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