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Abraham Abulafia y el método de adivinación por los números

Este personaje de una novela de Umberto Eco existió en la realidad, fue un rabino pionero de las matemáticas y de la Cábala, que ideó un método de enseñanza propio.

A mediados del siglo XIII, un brillante estudiante de la Cábala –que, al igual que la carta astral, es una herramienta de autoconocimiento–, el erudito español Abraham Abulafia, inspirado por sus encuentros con maestros sufís durante sus extensos viajes, desarrolló una técnica de combinación de letras y adivinación por números que llamó “el camino de los nombres”. Abulafia creía que su método, implementado a través de experiencias extáticas, permitiría a los estudiantes volcar por escrito sus interpretaciones y meditaciones mediante una combinación casi infinita de las letras del alfabeto, a las que comparaba con las variaciones ejecutadas en una pieza musical.

Abulafia nació en Zaragoza, pasó su juventud en Tudela, provincia de Navarra. Su padre le enseñó la Biblia y sus comentarios, además de cerciorarse de que aprendiese gramática y algo del Talmud. Movido por su espíritu aventurero, a los veinte años inició un viaje a Palestina y diversos lugares del Cercano Oriente, en una especie de peregrinaje hasta llegar al río Sambation, más allá del cual se decía que moraban las diez tribus perdidas de Israel. Hoy en día, Abulafia es considerado uno de los predecesores de las ciencias matemáticas y la ciencia de la información. Aunque probablemente sea más conocido por su aparición en la novela de Umberto Eco, El péndulo de Foucault, en el que su nombre es asignado al ordenador utilizado por los protagonistas.

La diferencia entre las letras y la música, según Abulafia, era que mientras la música se capta a través del cuerpo y el alma, las letras solo se perciben con el alma, y los ojos son –como proclama la antiquísima metáfora– las “ventanas del alma”. De modo que buscaba combinar sistemáticamente la letra del alfabeto hebreo, Aleph, con las cuatro letras del Tetragrámaton, el nombre impronunciable del Dios. Siete siglos más tarde, Jorge Luis Borges imaginó una biblioteca que contendría todas esas combinaciones en una innumerable serie de volúmenes de idéntico formato y número de páginas. Abulafia proclamaba que en el hebreo, idioma que consideraba la madre de todas las lenguas, existía una correspondencia convencional, establecida por Dios para sus profetas, entre los sonidos y las cosas que esos sonidos nombraban. En ese sentido, manifestaba su posición frente a aquellos que sostenían que un niño despojado de todo contacto humano aprendería a hablar espontáneamente; eso sería posible, argumentaba Abulafia, ya que nadie le habría enseñado a ese niño las convenciones semióticas. Gran admirador de Maimónides, Abulafia concebía su propia obra como una secuela de la célebre Guía de los perplejos de aquél, un manual para estudiantes de filosofía aristotélica desconcertados por las evidentes contradicciones entre la filosofía griega y los textos bíblicos. Pensaba que recitar nombres divinos y combinar letras del alfabeto hebreo con el fin de alcanzar experiencias extáticas era la manera de comprender los sentidos más ocultos de la Torá.

Para este pensador, el placer es el fruto de la experiencia mística, así como su propósito esencial, más importante que alcanzar respuestas intelectuales. Esto lo distanció de sus maestros griegos, quienes creían que llegar al bien superior era la meta deseada. Los discípulos de Abulafia difundieron su obra fuera de la península ibérica, principalmente en Italia, que en el siglo XIII se convirtió de manera intermitente en un baluarte de estudios cabalísticos. El mismo Abulafia había visitado Italia en varias oportunidades y vivió allí durante más de una década; incluso, se sabe que estuvo en Roma en 1280 con la intención de convertir al papa.

Algunos historiadores afirman que Dante Alighieri entró en contacto con las ideas de Abulafia a través de los debates que tenían lugar en diversas ciudades después de sus visitas, especialmente en los círculos intelectuales de Bolonia. No obstante, como señaló Umberto Eco, no es probable que antes del Renacimiento un poeta cristiano estuviera dispuesto a reconocer la influencia de un pensador judío.

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