cultura

Algunas curiosidades de escritores

Muchos autores célebres deslizaron consejos acerca de las mejores condiciones para escribir y opiniones sobre ese acto mágico que es leer.

A la gran mayoría de los escritores les resulta imposible escribir sin disponer de cierto número de libros. Incluso el menos libresco de los autores requiere de ocasional contacto con los talismanes del oficio. Robert Musil, que nunca vivió en condiciones que le permitieran contar con un buen baño, estaba lejos de tener una gran biblioteca. Su espacio no contaba con volúmenes de consulta, muchas veces necesarios, pero no podía trabajar en bibliotecas públicas porque allí estaba prohibido fumar. En cambio, en su casa trabajaba de forma ininterrumpida sin ser devorado por las ganas de fumar. Sus libros le servían de ansiolítico.

El “cuarto propio” que Virginia Woolf exige para la mujer que trabaje de manera independiente en su propia casa es imprescindible para cualquiera que, en palabras de Juan Villoro, “ejerza la imaginación al margen de otros”. Esa habitación requiere compañía simbólica, los tomos empastados que pierden colorido con los años. Ciertos autores aspiran a tener una ventana que dé al mar o a un arbolado paisaje, pero terminan conformándose con el cuarto que la suerte les depara, a condición de que sea un sitio para estar a solas.

Raymond Chandler recomendaba a los escritores un método que le parecía infalible para vencer la pereza: encerrarse en su cuarto y no hacer nada. En ese juego está permitido no escribir, pero totalmente prohibido hacer otra cosa. Ni leer, ni ver películas, ni hablar por teléfono, ni revisar la contabilidad. Nada que no sea mirar el techo o prender un cigarrillo tras otro. Al cabo, pensaba Chandler, uno se cansa de no hacer nada y se pone a trabajar.

Osvaldo Soriano era asaltado por un terror negro cada vez que empezaba alguna de sus novelas. No era el famoso pánico a la página en blanco, sino al resultado de la página terminada. Quería convencerse de que era capaz de escribir un libro. Si lo había logrado otras veces, podía lograrlo una vez más. Pero después pensó que toda historia es tan distinta e inesperada como un amor que se presenta sin decir su nombre ni su futuro. Simplemente el mundo se pone patas arriba.

“Uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación”, escribió Juan Rulfo. En ese sentido, el autor de Pedro Páramo afirma que no puede concebirse el trabajo colectivo en la literatura y que la soledad lo lleva al escritor a convertirse en una especie de médium de cosas que él mismo desconoce, pero sin saber que solamente la intuición lo llevar a uno a seguir creando.

“Madame Bovary soy yo”, confesó alguna vez Gustave Flaubert. En el puro impulso romántico, el autor francés convivió largos años con su personaje y creó el extraordinario juego cervantino en el cual la imaginación y deseos de Madame Bovary colonizan su vida real y trastrocan la realidad con la ficción, en este caso, al ir detrás del amor que para ella termina por ser un espejismo. Fue una verdadera revolución para la época una mujer así, creada por la mente de un novelista para deleite literario de la humanidad a través de sus sueños y deseos privados. No menos cierto es que Flaubert pagó su invención en la cárcel.

Horacio Gonzáles escribió, a propósito de Jean Paul Sartre, que no se lo lee hoy, sino como efecto de un extrañamiento y, si es posible imaginar algo más, como una filosofía que había que ir a ver a las salas teatrales en ese momento y no más. El escritor juega a ser un desterrado cuando se esfuma su presente vivo y se sumerge en un libro. Vive en cuanto es representado en la imaginación de un lector, dejando una coleta de ilusión visual en la memoria de quien lo lee. El propio Jean Paul Sartre dijo alguna vez: “Del libro nace el trabajo mental que es una conjugación del esfuerzo del escritor y del lector”. No se lee solo con los ojos, sino con el cuerpo entero, siguiendo la llamada de un texto, “de todos esos lenguajes que lo atraviesan y que forman una especie de irisada profundidad en cada frase”, como dijo insuperablemente Roland Barthes.

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