Cómo llegó Hitler al poder
Ahora que una nueva oleada nacionalsocialista se abate en el mundo, vale la pena recordar las circunstancias en las que el Fuhrer fue ungido Canciller del Reich.
El 30 de enero de 1933, Adolf Hiltler fue ungido Canciller por el octogenario jefe de Estado, Mariscal de Campo, Paul von Hindenburg. No llegó sobre el hombro de las multitudes, sino fue una ceremonia celebrada entre bambalinas. Era una desapacible mañana invernal. El Fuhrer vestía un traje bajo su sempiterno sobretodo de gabardina, su mano izquierda estrujaba un chambergo gris. Ese día se convirtió en una suerte de Primer Ministro de Alemania. Fue todo legal y no producto de un golpe de estado.
Paul von Hindenburg -quien era hasta entonces el presidente de Alemania y había dirigido el Ejército Imperial durante la Primera Guerra Mundial-, pocos días antes había dicho: “No quiero saber nada con Hitler; ese cabo austríaco sólo serviría como ministro de Correos”. Sin embargo, aquella mañana estaba allí, para tomarle a Adolf Hitler su juramento como Canciller del Reich. Por la tarde, hubo un gigantesco desfile de antorchas, propio de una superproducción hollywoodense. Esa noche, Joseph Goebbels –quien sería designado ministro de Propagnda-, escribió en su diario que el nombramiento de Adolf Hitler era como “un cuento de hadas”, después de 14 años de lucha.
Adolf Hitler nació el 20 de abril de 1889, en la ciudad austríaca de Baunau, en las cercanías del río Inn. Se cuenta que de niño se imponía como jefe con sus compañeros de colegio, y que era un alumno mediocre de malhumorada indolencia. Admiró a uno de sus profesores de historia, Leopold Potsch, quien hablaba enfáticamente del pangermanismo. De allí abrevó sus primeras ideas sobre el destino trascendente de la raza aria y su odio a los eslavos como pueblos inferiores.
Su padre era un oscuro funcionario de las aduanas imperiales, que tenía un carácter prepotente y arbitrario. Todos los hermanos de Adolf murieron al poco tiempo de nacidos, salvo su hermana menor, Paula. No fumaba, ni bebía, ni era dado a incursiones prostibularias, como los pintores que tenía de referencia y que le enseñaron los rudimentos de las artes plásticas. Sus cuadros eran inevitablemente torpes, sin personalidad ni vuelo. Fue rechazado en el examen de ingreso en la Academia de Bellas Artes de Viena. Volvió a presentarse a los pocos años y, una vez más, fue desaprobado.
En Viena pasó años horribles. Fue entre 1908 y 1912. Vivía en la miseria, pasando las noches a la intemperie, comiendo en ollas populares, uno más entre los borrachos y los desocupados. Tiritaba por falta de ropa de abrigo. Un judío húngaro, llamado Neumann, se apiadó de él y le regaló su gastado sobretodo. Ese gesto de conmiseración no atenuó en lo más mínimo su invencible prejuicio antisemita. Fue en esa ciudad, donde Hitler construyó su ideología. En Mein Kampf, escribió que agregó poco y no cambió nada, de lo que constituiría desde entonces el cuerpo de ideas que animaron su devastadora lucha política.
Se ha pretendido explicar el violento antisemitismo de Hitler a traumas familiares: su padre habría sido hijo no reconocido de un judío, su madre habría sido doméstica de una familia judía que le daba un trato humillante; e, incluso, circuló la versión de que habría contraído la sífilis contagiada por una mujer de origen judío. Era una época de abundante literatura panfletaria contra los judíos. A ese prejuicio racial, Hitler agregaba una condena ideológica: creía que el comunismo terminaría subvirtiendo el “orden natural” que debiera tener el mundo.
En 1913, Adolf Hitler se instaló en Munich, y recibió con alegría la declaración de la Primera Guerra Mundial. Participó en la contienda como correo. Cuando le llegó la noticia de la capitulación de Alemania, gritó: “¡Traición!”. Él se creía el hombre predestinado para vengar la afrenta sufrida por Alemania, y demostrar que se trataba de la patria de una raza superior que él guiaría hacia el triunfo final.