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Cuando la teoría de la evolución estuvo prohibida

La idea darwinista sobre el origen de las especies durante mucho tiempo fue considerada una herejía, y su defensa pública, juzgada como un delito.

John Thomas Scopes, un joven profesor de Biología en la Universidad de Dayton, Tennessee, desplegó en un pizarrón una lámina que mostraba la evolución del hombre desde un pequeño simio que reptaba sobre sus cuatro extremidades hasta un espécimen erguido y caminante, de inconfundible parecido al ser humano. Desafiando deliberadamente la ley, el maestro comenzó a enseñarle la teoría de la evolución a un niño, para saber qué ocurriría. Fue encarcelado y sometido a uno de los juicios más trascendentes de la historia y que, según los periódicos de la época, por primera vez “puso a Dayton en el mapa”.

En la década de 1920, la mitad de los Estados Unidos aprobó o propuso leyes estatales que prohibían la enseñanza de la teoría de la evolución. En otras palabras, revalidaban las doctrinas religiosas contra los avances de los estudios de Darwin –quien siete décadas antes había sacudido la colmena humana con su libro El origen de las especies, publicado en 1859– y también contra la difusión de las ideas de ­Sigmund Freud. El ejemplo más recordado fue aportado por la legislación de Tennessee, la que dictaminó: “Será ilegal para todo profesor, en cualquiera de las universidades, colegios normales y otras escuelas públicas del Estado, que estén apoyadas en todo o en parte por fondos estatales, la enseñanza que niegue la creación divina del hombre, tal como es enseñada en la Biblia, y que en su lugar enseñe que el hombre ha ­descendido de un orden inferior de animales”. La batalla no fue fácil, aun en pleno siglo XX filósofos como el austríaco Karl Popper ­pusieron en tela de juicio la teoría darwinista: “No parece haber mucha diferencia, si es que la hay, entre decir los que sobreviven son los más aptos y la tautología los que sobreviven son los que sobreviven”.

Para defender a John Scopes fue convocado Clarence Darrow, uno de los más famosos abogados criminalistas del país, que poco antes había alcanzado gran notoriedad como defensor de los perversos asesinos Leopold y Loeb. Como acusador se presentó William Jennings Bryan, que había sido secretario de Estado y tres veces candidato a la presidencia del país. El proceso atrajo una enorme atención de la prensa, que fue la que lo bautizó enseguida como “juicio del mono”, y movilizó a la opinión pública estadounidense. Habría bastado el solo anuncio del combate entre Darrow y Bryan para hacer famoso el juicio de Scopes. Pero el episodio se magnificó aún más al convertirse en una batalla entre “creacionistas” y “evolucionistas”.

El momento decisivo llegó el 20 de julio de 1925, cuando Darrow interrogó al propio Bryan, citándolo como testigo y como experto en la Biblia. Aunque Bryan era un hombre de prodigiosa inteligencia, siempre había creído literalmente en los textos bíblicos. Se vio abrumado rápidamente por Darrow, quien le interrogó sobre la fecha del Diluvio, sobre la ballena que tragó vivo a Jonás, sobre la Torre de Babel y especialmente sobre el misterio de dónde salieron la esposa de Caín y la esposa de Set, que habrían sido imprescindibles para perpetuar la especie humana, pues el libro del Génesis concede a Adán 930 años de vida y tres hijos varones, pero nada dice sobre el origen de sus nietos.

Finalmente, Scopes fue condenado por el tribunal solo a una multa simbólica de cien dólares y no a pena de prisión como exigía el fiscal. “El juicio del mono” fue técnicamente ganado por Bryan, porque el juez se negó a pronunciarse sobre la controversia entre ciencia y Biblia, que no era la materia a juzgar, y dio en cambio como probado que Scopes había ­desobedecido la ley estatal. Bryan pasó de la humillación pública a un serio problema de salud, y falleció una semana después. Por su parte, Darrow continuó auspiciando causas liberales, escribió varios libros, uno de ellos se llamó The prohibition mania, y murió en 1938.

“El juicio del mono” inspiró una célebre obra de teatro, llamada La herencia del viento, que fue llevada al cine a comienzos de 1960 con Spencer Tracy, Fredric March y Gene Kelly como protagonistas. La ley vigente en ese momento en Tennessee perduró durante cuatro décadas, prohibiendo la enseñanza de la evolución. Fue dejada sin efecto recién en 1967.

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