cultura
Cuando las mujeres suspiraban frente a una radio
Oscar Casco fue la voz que enamoraba a la audiencia femenina en la época de los radioteatros, mucho antes de que apareciera la televisión.
Se lo recuerda por una frase que él aseguraba no haber dicho nunca: “Mamarrachito mío”. Sin embargo, ese latiguillo -pronunciado melosamente con voz ahuecada-, trae inmediatamente el nombre de Oscar Casco, una figura central de la radiofonía argentina de los años 40 y 50, protagonista de radioteatros que llevaban al éxtasis a un numeroso auditorio femenino.
Nació con el nombre de Oscar Adrián Goizueta, en Cafayate -Salta-, el 5 de marzo de 1923, siendo el menor de cinco hijos de un empleado bancario. La radio en nuestro país había tenido sus grandes momentos de popularidad gracias al deporte: en 1923 se transmitió la histórica pelea de Luis Angel Firpo y Jack Dempsey, y al año siguiente, el fútbol convocó a una auténtica multitud de oyentes, con la transmisión de un partido entre Argentina y Uruguay. A fines de esa década, comenzó un género que provocaría un enorme impacto social, y en el que Oscar Casco sobresaldría en la década del cuarenta: el radioteatro.
A los 16 años, formó parte del grupo de teatro de la sociedad de fomento y cultura del barrio en el que vivía, Caballito, el mismo barrio del club de sus amores y en el que llegó jugar en la reserva: Ferro. Un día fue a probarse a Radio El Mundo con la ilusión de formar parte del elenco de un radioteatro que estaba por emitirse. Fue contratado. Le pagaban 150 pesos mensuales y tenía, entre otros, como compañeros, a Hilda Bernard y Eduardo Rudy. Su primera participación iban a ser dos bocadillos en Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. Cuando llegó el debut, todos pusieron su papel en el atril. Él se había olvidado los suyos y no recordaba el momento en que debía entrar: “fue un debut sin debut”. Llegaría a ser cabeza de compañía, y haría tándem con Tita Merello en un ciclo muy exitoso: Gladiola. Las mujeres se apiñaban en la puerta de la radio en busca de un autógrafo suyo, siquiera, una sonrisa.
Era capaz de interpretar a un árabe entregado al cachondeo a tiempo completo o al doctor Lezama, un médico que se ofrecía a sí mismos a sus pacientes femeninas como remedio infalible para la inapetencia sexual. Las once emisoras porteñas tenían su propio radioteatro. Pero desde 1942, Oscar Casco fue la figura descollante de esos folletines que conocieron su cenit con las plumas de Alberto Migré y Nené Cascallar. Hubo una expresión suya que hizo historia: “Mamarrichito mío”. Alguna vez dijo que es un gran equívoco, que él nunca la pronunció, que es como “el ladran Sancho, señal que cabalgamos” que no figura en el Quijote. Todas las desmentidas fueron en vano. Cada vez que él iba a algún lado a actuar, se la pedían.
Tenía 26 años cuando fue convocado por Luis César Amadori, para actuar junto a Luis Sandrini en “Juan Globo”. La historia de un muchacho humilde con vocación de marinero que debía resignarse ser chofer de una aristocrática anciana, interpretada por Elina Colomer. Hizo apenas cinco película, de las cuales la última ni siquiera llegó a estrenarse.
Desde sus inicios -el 17 de octubre de 1951-, la televisión comenzó a barrer la competencia radiofónica. A partir de allí, la sobrevida de los teleteatros fue breve. Esas grandes voces capaces de cautivar la imaginación de los oyentes, se vieron obligadas a tener un cuerpo. Exhibirse ante las cámaras no era lo mismo que hablar frente a un micrófono. La seducción ya no se reducía a una inflexión de voz, sino que necesitaba el acompañamiento gestual necesario.
En 1970 debutó en el ciclo televisivo Matrimonio y algo más, creado dos años por Hugo Moser, desmitificando a esa encarnación platónica del seductor se parodiaba a sí mismo. No fue fácil: de galán romántico a actor cómico. La gloria había quedado atrás, pero hacía algo que lo llenaba de placer: “Casco y la poesía”. Grababa poemas que se difundían en muchas provincias y en algunos países.
Tuvo dos hijos, uno de ellos, Adrián Goizueta, es un gran cantor y compositor que desde hace muchos años vive en Costa Rica -país en el que se tuvo que exiliar en los años de la última dictadura-. Oscar Casco murió en Buenos Aires, una ciudad que, durante muchos años, llenó de suspiros.