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De sirviente a genio

La vida de Robert Walser es una parábola alucinante. Pasó de trabajar en el servicio doméstico a la gloria literaria, terminando en un manicomio.

Murió solo, desdibujándose poco a poco bajo una manta de nieve, mientras el resto del mundo atendía a la fanfarria de la mañana navideña de 1956. Familias sumergidas en un calor hogareño con olor a especias, en la exaltación costumbrista de la alegría, y a la vez, en los aledaños del sanatorio mental de Herisau, a unos 20 kilómetros de la localidad de, ironías, Rorschach (en otro giro del azar, Hermann Rorschach también murió en Herisau), Robert Walser ponía fin a su vida, a su obra en potencia y a 23 años de reclusión psiquiátrica, en los que no había escrito ni una sola línea: “Yo aquí no he venido a escribir, sino a volverme loco”.

Su hermano Karl lo había invitado a abandonar suelo helvético e irse a vivir con él a Berlín. “Huye de la provincia, ven a triunfar conmigo”, le dijo. Su hermano era un pintor de éxito en Alemania, y además se encargaba de los decorados de las celebradas puestas de Max Reinhardt en los teatros capitalinos. Los signos no podían ser más auspiciosos, sin embargo, lo primero que hacer Robert, quien había llegado casi sin equipaje, fue inscribirse a una escuela de criados.

Mientras Karl logró que se publiquen dos libros de su hermano, Robert aprendió a lustrar zapatos y platería, a servir la mesa y preparar la toilette vespertina de los grandes señores. Duró solo un mes en la escuela de criados y tres como ayuda de cámara en un castillo de Alta Silesia. A su regreso, escribió una novela sobre el tema, titulada Jakob von Gunten, que el hermano Karla logra publicarle una vez más. Hasta Praga llegó la curiosidad por ese extraño personaje. Franz Kafka le dijo a su amigo Max Brod: “¿No has leído aun el Jakob von Gunten de Robert Wasler?”.

Autodidacta, confiaba en la mirada microscópica del buen observador. Un clarividente que vivió en el permanente conflicto de pretender, al mismo tiempo, ser reconocido y pasar desapercibido como autor y como persona. Como un personaje kafkiano, Walser decidió un día hacer el esfuerzo de empezar a menguar, ir haciéndose más y más pequeño hasta acabar desapareciendo a los ojos de los demás. Y para sus contemporáneos lo consiguió: era tan sólo un hombre pequeño, de tan diminuto insignificante, una persona minúscula que echaba el rato escribiendo naderías minúsculas, literalmente, el tamaño de sus Microgramas es minúsculo, y que acabaría sus días de lápiz caído, vagando de aquí para allá por los alrededores de un manicomio.

La Primera Guerra Mundial completó el trabajo de invisibilizarlo. Se libró por razones de salud del llamado a filas, viviendo en pensiones de mala muerte en Berna y en Biel. Por entonces, Karl le escribió desde Berlín: “No tienes el menor talento para dejar recuerdos detrás de ti. Brillas solo hacia adentro. Debes cambiar”. Pero Robert decía que había que convertir la humillación en una profesión. Mientras Kafka moría en Alemania, Walser le contestó a un periodista de Berliner Tageblatt que le ofrecía publicar en sus páginas: “Estimado señor, le ruego que deje de creer en mí”.

En 1929 se internó en el manicomio de Herisau. “Me agrada que aquí en Herisau no me comprenda prácticamente nadie. Los que comprenden acceden a nuestro interior y nos hacen daño con su comprensión”. Tiempo después lograría que los médicos lo autorizaran a sus proverbiales caminatas de 50 kilómetros diarios. Durante 35 años hará los mismos trayectos cotidianos, con nieve o con sol. Así conoció a Carl Seelig, un admirador que logró convertirse en su albacea, quien lo acompañó durante esas caminatas y dejó un libro de las conversaciones que tuvo con él. En una de esas caminatas (Walser había salido solo) cayó boca arriba, muerto, con las huellas de sus propias pisadas como únicas manchas oscuras en el manto blanco de la nieve.

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