Cultura

Dos escritores que forjaron su propia leyenda

Oscar Wilde y George Bernard Shaw fueron contemporáneos y vivieron en la misma ciudad. No eran amigos, pero sus vidas estuvieron llenas de puntos de contacto

Dublin, la capital de Irlanda, es una ciudad infinitamente leída e ­imaginada. En pocos lugares la historia vuelve sobre sí misma con tan ­convulsa insistencia. Sobre todo si pensamos en escritores desaforados para quienes ocupó el escenario central en algunos de sus más importantes relatos. Allí, en esa ciudad, con dos años de diferencia, nacerían dos de los mayores escritores de la lengua inglesa, Oscar Wilde y George Bernard Shaw. Dos espíritus irreverentes y geniales que ­decidieron radicarse en Londres para escribir su obra. Tal vez la ciudad inglesa haya sido lo único que verdaderamente los unió para siempre.

La leyenda de Oscar Wilde, su caída e incluso el bochornoso juicio por sodomía que lo llevó a la cárcel en 1895 fueron parte de su obra. Desde niño, con sus ojos de escarabajo, depositó en Dublin secretos de los que hasta entonces no había tenido conciencia alguna. Sus años de gloria como dramaturgo y hombre de moda marcaron una época en la sociedad londinense con su tempestuoso romance con el escritor Bosie Douglas.

Por su parte, George Bernard Shaw ­pertenecía a una familia de la burguesía ­protestante irlandesa. Obligado por su padre, empezó a trabajar a los 16 años y tuvo que abandonar el colegio secundario. Cuando se divorciaron sus padres, fue a vivir a Londres con sus hermanas y su madre, quien ­mantenía a la familia dando lecciones de música. No obstante, el joven George se las ingenió para trabajar de periodista y crítico teatral para diversos periódicos, al tiempo que empezó a publicar sus primeras novelas.

Oscar Wilde sostenía que no existen más que dos normas para escribir: tener algo que decir y decirlo. El 14 de febrero de 1894 se estrenó en el Saint James Theatre La importancia de llamarse Ernesto, el mayor éxito de público del escritor. No así de crítica. Cuenta Mariana Enríquez que Shaw, antes siempre elogioso con Wilde, consideró la obra “ fría y detestable”. Sin embargo, según la autora de Nuestra parte de noche, se trata de “su mejor comedia, pero es cierto que es la más mecánica, la más presuntuosa. Es, sin duda, una puesta en escena de su doble vida y, en la certeza absoluta de que no será descubierta, casi una provocación”.

Shaw escribió más de 60 obras y fue uno de los principales dramaturgos de su generación. Desde sus inicios expresó su admiración por la obra de Karl Marx y pasó a formar parte de la Sociedad Fabiana (cuyo nombre designaba al movimiento socialista británico). Es autor de una Guía del socialismo para la mujer inteligente, donde preconiza la abolición de la desigualdad económica, y sostiene que el papel del Estado es repartir la riqueza social de manera equitativa. El autor de Santa Juana estaba convencido de que el hombre razonable solo se adapta al mundo; mientras que el irracional persiste en tratar de adaptar el mundo a sí mismo y, por lo tanto, todo progreso depende del hombre irrazonable. Lo cierto es que su vasta producción literaria le valió el Premio Nobel de Literatura en 1925; 13 años después ganó el Óscar al mejor guion adaptado por la versión cinematográfica de Pigmalión, convirtiéndose en la primera persona en recibir ambos galardones.

El día que ambos escritores se conocieron fue narrado por el célebre ilustrador Sir ­Bernard Partridge en sus memorias. Esa ­reunión contó con solo cuatro personas, y Shaw la dedicó casi enteramente a explicar, ante el silencio ajeno, cómo sería una revista que deseaba fundar. Habló largamente de ella, hasta que en una pausa Wilde consiguió intercalar una frase: “Todo ello ha sido muy interesante, señor Shaw, pero hay un punto que usted no ha mencionado, y que es de suma importancia. No nos ha dicho cuál sería el título de esa revista”. “Oh, en cuanto a eso”, contestó Shaw, “lo que yo ­querría es colocar mi propia personalidad ante el público. La llamaría Shaw’s ­Magazine, es decir, ¡Shaw, Shaw, Shaw!”, y acompañó esas palabras con golpes en la mesa. “Sí, ya veo, ¿y cómo lo deletrea?”, prosiguió Wilde.

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