cultura
El cantor de La Plata que fue postulado para el Premio Nobel
Facundo Cabral era un trotamundos que anduvo por más de 160 países llevando sus canciones, sus historias, y una prédica en la que se cruzaban religión y poesía.
Facundo Cabral nació en nuestra ciudad el 22 de mayo de 1937. Su padre se fue de su casa siendo él un niño, dejándolo junto a sus seis hermanos y a su madre, Sara. Recién a los 46 años, lo reencontraría. En sus últimos años vivía en un hotel en la calle Suipacha –de la ciudad de Buenos Aires-, junto a una amiga y asistente, llamada Eliana. Caminaba afirmándose en un bastón. Siempre dispuesto a conversar, eslabonando anécdotas que siempre inmovilizaban al interlocutor, creyera o no en la verdad de lo que estaba contando.
Para Cabral el teatro es el templo de la palabra. Era un cantor de milongas que filosofaba, a quien la Unesco, en 1996, nombró “Mensajero Mundial de la Paz”. Era capaz de hablarle a un budista zen en Kioto sobre cristianismo, o explicarle a un descendiente maya quién es Erich Fromm. Fue dos veces ternado para el Premio Nobel de la Paz, en una de esas ocasiones, la propuesta partió de Oscar Arias Sanchez, quien fuera presidente de Costa Rica, y recibiera ese galardón en 1986.
Este cantor que hipnotizaba con la palabra decía que a los ocho años lo habían declarado autista. Le dijeron a la madre que nunca podría comunicarse: “Me recuperé milagrosamente. Un jesuita me enseñó a leer y empecé no a hablar, sino a enamorarme de la palabra”. Descubrió que la palabra es el principio de todo, y que puede levantar o derrocar imperios: “ Al principio de las revoluciones primero se escuchan las voces de sus ideólogos y poetas. Vivo para la palabra, me gusta ejecutarla, gozarla. Me gusta cómo me cuentan una historia Galeano o Antonio Gala”. Estaba convencido que en el principio fue el Verbo. Y lo sigue siendo. Por eso lamentaba que los medios envilecieran el lenguaje, manosearan las palabras hasta que perdieran todo sentido.
Su primer recital fue en Mar del Plata, en el hotel Hermitage, en una fiesta de comienzo de 1960. Fue de casualidad. Entró a pedir trabajo de lo que fuera, lo vieron con una guitarra, informaron que había llegado el músico y él no aclaró nada. Lo subieron al escenario. Era un público elegante, las mujeres de largo, los hombres con ropa de gala. Unas novecientas personas. Dejó el bolso en el piso, y comenzó: “Estuve una hora contando historias y tenía que estar quince minutos. Me bajé y un señor me abrazó. Fue una consagración: Sandrini. Levantó la mano y fui artista”.
Le gustaba hablar de sí mismo como “un agitador espiritual”. Alguien que no vino al mundo a destruir, sino a agitar para construir. Creía haber encontrado la fórmula de la felicidad: “Escuchar al corazón antes de que intervenga la cabeza, porque ella va de conflicto en conflicto. La cabeza siempre pregunta porque nunca aprende. El intelecto es un juego maravilloso pero no es para vivir. El corazón sabe ejecutar una cosa sola: amar. Yo escucho a diez ideólogos y puedo cambiar diez veces de opinión. Lo que la vida espera es que seas un hombre pleno. Si todos fuéramos plenos, nadie jodería a nadie”.
Si bien la historia solía variar, decía que la primera guitarra se la había regalado un paisano de Balcarce -donde trabajaba en la cosecha de la papa-, se estaba muriendo: “‘Llevate la guitarra, pibe. Dentro de poco no me va a servir para nada.’. Cantaba milongas de Atahualpa Yupanqui. Empezó a componer. Una de sus primeras milongas dice: “Qué puede cantar la luna/ que no sean soledades,/ qué puede cantar el sol/ que no sean voluntades,/ qué puede cantar el hombre/ que vive entre sol y luna/ que no sea la esperanza/ mezclada con amargura./ A veces cuando me olvido/ que vivo entre noche y día/ impulsado por los sueños/ sólo canto a la alegría./ Nadie me puede mentir/ que la alegría es ajena/ pues todo lo han confirmado/ mis ojos y mis venas./ Antes de volver al fango,/ mi abuelo me dio el secreto:/ la verdad tiene mil puertas/ y la llave es de los muertos.’”
Si un mago le hubiera ofrecido cumplir un deseo, Cabral decía que hubiera elegido volver a cenar con Anibal Troilo. Hubiera pedido goulash con ñoquis verdes y antes habrían tomado dos o tres whiskies. Como todo es posible en este misterio en el que andamos, quizás esa cena haya sucedido o se esté realizando.