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El día que la radio aterrorizó a un país entero

Fue en la década del treinta, en los Estados Unidos. Un programa especial sembró el caos en los Estados Unidos, llegando, en muchos casos, a la tragedia.

El 30 de octubre de 1938, el mundo asistía a uno de los fenómenos que dejó una marca indeleble en la historia de los medios de comunicación. La transmisión se realizó desde Nueva York. Quienes sintonizaron la onda de la CBS ese domingo escucharon primero un parte meteorológico que anunciaba una ligera perturbación atmosférica; después, una breve pausa musical y enseguida otro parte meteorológico que informó sobre diversas explosiones de gas incandescente en el planeta Marte. La inocente narración puso de pronto al mundo entero patas arriba.

“Hoy sabemos que en los primeros años del siglo XX nuestro mundo estaba siendo observado por unos seres más inteligentes que el hombre y, sin embargo, igual de letales”, comenzaba la dramatización que se presentó como si fuera un informativo. En los sonidos producidos ante el micrófono por el periodista Carl Phillips, el astrónomo Richard Pierson, el general Montgomery Smith y diversos testigos, se sucedían la caída de un meteorito en una granja de New Jersey, la revelación de que el objeto era un vehículo espacial cilíndrico de unos 27 metros de diámetro, el extraño zumbido que allí se escuchaba, la apertura del objeto, una serie de llamaradas y explosiones en derredor. Se afirmó que, cuando los tripulantes salieron del vehículo, aniquilaron a los bomberos, la policía y la milicia de Trenton, asesinado en fracciones de segundo a más de 7.000 hombres. El pánico que sembró ante la enorme audiencia provocó que miles de personas salieran despavoridas de sus casas, convencidas de que el mundo estaba siendo invadido por un ejército de alienígenas.

Un mensaje del Secretario del Interior procuró calmar la alarma pública, pero la invasión era transmitida sin pausa, se alertaba sobre numerosos vehículos voladores que los marcianos utilizaban para destruir puentes, líneas ferroviarias e instalaciones eléctricas. Los cadáveres —se informaba— iban apilándose por miles entre campanadas que llamaban a evacuar Nueva York: se leían informes que documentaban la enorme aglomeración de personas que se volcaba hacia todas las vías de salida. A las 20:30 horas de esa noche, miles de oyentes de la CBS habían dejado ya sus receptores de radio, primero para contemplar al extraño vehículo espacial y después para encontrar una forma de huir de Nueva York.

El efecto catastrófico que se generó fue una profecía autocumplida. El miedo generalizado provocó la misma aglomeración que informaba la radio. Simultáneamente se cruzaron miles de llamadas telefónicas entre familias y otras muchas colapsaron las líneas de la policía, el ejército, los diarios y los hospitales, cruzando preguntas y pedidos de auxilio. En las Iglesias y domicilios privados, gran parte de la población de la costa atlántica norteamericana se unió en plegarias ante el inminente fin del mundo. En ese marco, se afirmó que un hombre llegó a su casa y encontró a su mujer resuelta a ingerir el veneno de un frasco que ya tenía en la mano; otra mujer llamó a la terminal de autobuses Dixie, pidió informes de viajes y apremió: “De prisa, que el mundo se acaba y todavía tengo mucho que hacer”.

Sin embargo, si los oyentes hubieran sintonizado la CBS a las 20 en punto, habrían sabido que la hecatombe no era la invasión marciana, sino la adaptación radiotelefónica de La guerra de los mundos, la novela de H.G. Wells, debidamente actualizada para el caso. Se trataba del programa dominical del Mercury Thaetre, que antes había transmitido otras dieciséis adaptaciones novelísticas. Su productor era John Houseman, su director era Orson Welles y la adaptación de ese domingo fue escrita por Howard Koch.

Según las encuestas previas, el programa dominical del Mercury solía llegar a menos del 4 por ciento del público radial, mientras que otro treinta y cinco por ciento elegía el programa cómico del ventrílocuo Edgard Bergen y su muñeco Charlie Mc Carthy. Pero tales encuestas —señaló Houseman posteriormente— no contaron debidamente con el hábito de cambiar el dial para saber qué se transmitía por las otras ondas.

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