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El Edmundo Rivero que pocos conocen

Fue uno de los mayores cantores de la historia del tango, un hombre de una gran cultura que se metió en lo más hondo del cariño popular.

Edmundo Lionel Rivero tenía un sueño: que los grandes libros que a él lo fascinaban llegaran al pueblo en forma de canciones. Por ejemplo La Iliada de Homero, libro que leyó de un tirón y que quiso trasladar en algunos pasajes a sextinas criollas, para que el común de la gente pudiera silbarlas en tiempo de milonga. Con el Quijote se dio el gusto y compuso una milonga dedicada a ese “colifa de La Mancha”, un caballero “flaco, lungo y singular” que salió a “chucear molinos”; porque ese “vagabundo rayao pero sin malicia” quería un mundo distinto y por eso “la cordura de ese loco, nos alivió la cinchada”.

Nació en Valentín Alsina, el 8 de junio de 1911, bisnieto de un inglés que había sido lanceado por los indios pampas. Su padre era un trabajador ferroviario, jefe de estación. Su debut como cantor fue en la escuela primaria, donde entonó unos versos del Martín Fierro. Cuando empezó a usar pantalones largos, ya tocaba muy bien la guitarra y solía ser invitado a programas de radio. La paga que recibía por esas actuaciones no pasaba de cuerdas para su guitarra u órdenes para retirar mercadería en los almacenes auspiciantes. Él seguía perfeccionando su formación técnica en el Conservatorio Nacional, mientras acompañaba a intérpretes de la talla de Nelly Omar y Francisco Amor –padre de Rafael-: “La guitarra no solo me sirvió para ganarme la vida, sino que también fue una llave dorada que me abrió las puertas más increíbles”.

Su tío lo inició en los secretos de una jerga que solía ser utilizada por los marginales de comienzos de siglo veinte: el lunfardo. Edmundo Rivero fue uno de los mayores difusores de ese lenguaje que tantas palabras proveería a nuestra habla cotidiana: “pibe”, “chamuyo”, “trucho”, “laburo” y “gil”, entre muchas otras.

A comienzos de los años 30, Edmundo formó un dúo con su hermana Eva y otro con su hermano Aníbal. Los repertorios eran diferentes: con su hermana cantaba milongas, con su hermano interpretaban en guitarra música española en el Alvear Palace Hotel. Cada día se animaba más a cantar, a exhibir ese vozarrón que había comenzado a educar con clases de canto. Un día recibió la llamada de Carmen Duval, la mujer de Horacio Salgán, quien lo invitaba a su casa porque quería escucharlo. Recuerda Edmundo Rivero: “La música de Salgán, sus orquestaciones, en esa época eran revolucionarias; y yo tenía una voz de bajo, cosa inaudita en un tiempo donde todos los cantores de tango exhibían registro de tenor”. Salgán lo invitó a formar parte de su agrupación, y así comenzaron a deambular por los principales reductos tangueros, en donde se los miraba con cierta desconfianza. A Salgán porque lo acusaban de no hacer tango, a Rivero por parecer un cantor enfermo del pecho. A veces a Horacio Salgán le ofrecían contratarlo a condición de que fuera sin el cantor, pero el maestro nunca aceptaba.

En los años 50, los seguidores de Edmundo Rivero se contaban por legión. Cantar con la orquesta de Anibal Troilo le había dado una impensada popularidad. Ya no era cantor de orquesta, sino que tenía sus propios acompañantes, generalmente un trío de guitarras y, circunstancialmente, la orquesta de Víctor Buchino. Hasta el cine lo reclamaba: participó en dos películas, El cielo en las manos y Al compás de tu mentira.

En 1969, inauguró un local que llegaría a ser mítico: El viejo Almacén, en el barrio de San Telmo. Lugar por el que pasaron los mayores exponentes del tango, y donde se produjeron encuentros memorables. Por ejemplo, estuvieron Osvaldo Pugliese y su orquesta acompañando a Joan Manuel Serrat.

Siempre frecuentó la amistad de los libros, por eso no sorprendió cuando en 1965, junto a Astor Piazzolla se entregó al desafío de cantar las milongas de Para las seis cuerdas, de Jorge Luis Borges. No solo fue lector, sino también escritor. Dos libros son prueba de ello: Una luz de almacén y Las voces, Gardel y el tango. Falleció el 18 de enero de 1986, luego de permanecer internado varios meses por problemas cardíacos. Tenía 74 años. Dejó el recuerdo de su voz de bajo marcando para siempre un estilo dentro del tango.

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