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La marquesa que se aficionó a los venenos

Marie Madeleine d’Aubray fue una aristócrata francesa del siglo XVII que, de un día para otro, pasó de dama apacible a asesina prófuga.

Hija de Dreux d´Aubray, lugarteniente civil de la prisión de Chatelet, era una mujer de poca talla, rubicunda y atractiva. Nació el 22 de julio de 1630, bajo el nombre de María Magdalena. Su madre murió cuando daba a luz a uno de sus hermanos, por lo que creció huérfana de ella, junto a dos hermanos y una hermana. Su familia nunca pasó necesidades, sin embargo, no poseía una riqueza lo bastante grande para tener una reputación de fortuna.

Los retratos que existen de ella la presentan con fisonomía era dulce, facciones cándidas y ojos azules donde parecía campear la inocencia. Sobre todo tenía un carisma particular en la sonrisa y en la mirada; dicen que además poseía un espíritu amigable y conversación amena e inteligente. Por si fuera poco era una mujer muy instruida para su nivel social, lo cual queda demostrado en sus escritos.

En 1659, conoció a Gobelin de Sainte- Croix, en cuya amante se convirtió abiertamente. Gobelin era hijo de un presidente de cámara de finanzas y maestro de campo del regimiento de Normandía. Muy pronto su matrimonio dejó de funcionar. Fue su propio marido -el barón de Nocerar- quien alentó al caballero Sainte-Croix para que entablara relaciones con la marquesa. Al principio se presentó como un amigo, un confidente. Este bastardo, que carecía de un apellido noble, andaba por el mundo con la cabeza en alto y codeándose con gente socialmente bien instalada, y terminó por ganarse los favores de la que se sentía profundamente despechada.

El padre de la marquesa se enteró de las aventuras de su hija; si bien era permisivo y hasta condescendiente con las infidelidades de su yerno, no aplicaba la misma vara para ella. Un día visitó a su hija, le habló con toda la persuasión de la que fue capaz, y llegó hasta arrodillarse para rogarle que terminara con Sainte-Croix. Pero la marquesa se rehusó y le reprochó que no le reclamara a Antoine Gobelin sus ausencias y deslealtades. Su padre la amenazó tomar cartas en el asunto, si no eran atendidas sus imploraciones. Días después, al salir de la corte de la reina a las nueve de la noche, la carroza de la marquesa fue rodeada por una tropa de arqueros, sacaron a Sainte-Croix y lo llevaron a la Bastilla, ahí estuvo durante un año, en 1663.

En la cárcel, Sainte-Croix aprendió de otro preso- se afirma que era el heredero de Florentin, el envenenador oficial de la reina Catalina de Médici- sobre el uso de venenos. De modo que inició a su amante en esa ciencia. La marquesa se integró a las lecciones y pronto se convirtió en experta. Ejercitaba sus talentos con quien estuviera cerca. Tras haber experimentado la acción de los venenos en los enfermos, aquella se vengó de su padre: el envenenamiento duró ocho meses, le administró el veneno entre 28 y 30 veces.

El inventario de su sucesión permitió descubrir un cofrecito que contenía papeles y productos sospechosos, los cuales, al ser peritados, fueron reconocidos como venenos. En los documentos figuraba el nombre de la marquesa y su ayudante de cámara. Entretanto, ella había huido a Inglaterra, pero su asistente fue detenido y lo confesó todo: en consecuencia, se le condenó a morir descuartizado. La marquesa se refugió en un convento de Lieja, donde fue detenida sin incidentes. Antes había redactado una enumeración de sus delitos y cundió el rumor de que el relato comprometía a personajes trascendentes.

El 16 de julio de 1676, la marquesa de Brinvilliers fue trasladada en una carreta por las calles de París, se tomó la ruta más larga para que el populacho pudiera verla. Esta minúscula y guapa mujer de 46 años lucía tranquila, en su rostro solo había serenidad. Parecía una santa y no una criminal. Los parisienses vieron inocencia en su rostro y algunos lloraron por su inevitable destino. Primero fue decapitada y luego la lanzaron a la hoguera. Finalmente sus restos fueron esparcidos en la ciudad, extraño espolvoreo que tenía como objeto que nadie tuviera la oportunidad de quedarse con algún residuo de la marquesa como reliquia.

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