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La reina que inspiró a Los Tres Mosqueteros

Ana de Austria es un símbolo de la monarquía en su apogeo, su historia está llena de detalles asombros , y está cruzada de romances, intrigas y crímenes.

Ana fue reina de Francia y la primogénita de Felipe III de Habsburgo, rey de España, y Margarita de Austria. Su infancia transcurrió entre Valladolid y Madrid, en la España que alumbró las andanzas del Quijote y que precedió a los fastos culturales y la crisis política del Siglo de Oro. A los catorce años, en Burdeos, contrajo matrimonio con Luis XIII, quien tenía la misma edad que ella. El rey, poco inclinado a las mujeres, le concedió escasas atenciones y ningún afecto. Llegada a Francia con el deseo de amar a su nueva patria, la reina se vio empujada hacia su familia española, y halló consuela en una correspondencia activa, y a veces secreta, con su hermano Felipe IV.

Ignorada y ociosa, depositó su confianza en la intrigante duquesa de Cheuvrese, quien le presentó al duque de Buckingham, embajador de Inglaterra. Al año siguiente se dijo que conspiraba contra el rey para casarse con Gastón de Orleans, el presunto heredero. Finalmente, cuando estalló la guerra entre España y Francia, la reina fue acusada de traición: el canciller Séguier la sometió a un registro y un humillante interrogatorio para hacerle confesar la existencia de una correspondencia criminal que Ana habría ocultado en el convento de Val-de-Gráce.

Cuando a sus 37 años dio a luz a Luis XIV y luego a Felipe, duque de Orleans, circuló con insistencia que Luis XIII no era el padre de los niños. El monarca mantuvo una actitud distante, estimulado en esa frialdad por el cardenal Richelieu, quien rodeaba a la reina de espías y hablaba de ella al rey sin simpatía ni miramientos, pues temía una conspiración semejante a la que con tanta dificultad dominó en La jornada de los engaños en 1639, el primer gran acontecimiento de la historia de Francia en Versalles.

A la muerte de Luis XIII, Ana obtuvo del parlamento la anulación del testamento, cuyas disposiciones limitaban sus poderes, y ejerció la regencia sin intromisiones, pues no estaba dispuesta a privar a su hijo de la autoridad indiscutible que Richelieu había conferido a la Corona. Se encomendó por entero a Mazarino, legatario de Richelieu, a quien este presentó en los siguientes términos: “Señora, os gustará mucho, se parece a Buckingham”. La confianza de la reina regente a Mazarino nunca se debilitó, ni siquiera en los momentos más sombríos de la Fronda, cuando aconteció la grave jornada de las Barricadas, y apoyó sin discusiones las maniobras propuestas por el cardenal.

Esta constancia ha permitido insinuar un posible romance entre Mazarino y Ana de Austria. Sin embargo, aunque subsista una correspondencia sentimental, ningún historiador pudo afirmar que existiera una verdadera relación amorosa. La reina conservaba aún su belleza y su expresión grave y dulce, aunque de naturaleza altiva. Tenía un cabello particularmente hermoso y unas llamativas manos, y le agradaba que hicieran declaraciones al respecto, como hizo Mézaray en la dedicatoria de su Historia de Francia: “Las bellas manos que han empuñado el timón de Estado han calmado sus tempestades”.

Dos siglos después de su muerte, el escritor Alejandro Dumas la inmortalizó envuelta en intrigas en Los tres mosqueteros, describiéndola como “bella y orgullosa”, y colocándola en el centro de la trama de una de sus historias más famosas. Dijo Alejandro Dumas: “Su caminar era el de una reina o de una diosa; sus ojos, que despedían reflejos de esmeralda, eran perfectamente bellos y al mismo tiempo llenos de dulzura y de majestad”. Poco tuvo que ver el personaje literario con la auténtica reina, pero hoy es prácticamente imposible abordarla sin evocar a D’Artagnan. En la novela, originalmente publicada en folletines, una joven Ana de Austria, víctima del maléfico cardenal Richelieu, puso su honor en manos de D’Artagnan, Athos, Portos y Aramis. Los aguerridos mosqueteros, seguidos del joven héroe, debían rescatar los herretes de diamantes que la Reina había indiscretamente otorgado al duque de Buckingham, su eterno enamorado.

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