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Las pesadillas que Alfred Hitchcock no llegó a filmar

Más de medio centenar de películas hicieron de este director de cine británico uno de los mayores símbolos de las cintas de suspenso, destacándose actrices rubias y prófugos de la ley.

Ese hombre tranquilo, amable, de gestos pausados y aparente frialdad, alimentaba en su interior una hoguera en donde ardían todas las pesadillas. Consideraba cada película como una ecuación matemática donde no tenía que sobrar ni faltar nada. Sabía de antemano cómo debía quedar armada una secuencia en la sala de montaje, cómo manejar el ritmo del relato y en qué momento asestar al espectador una sorpresa.

El 13 de agosto de 1899, en un suburbio de Londres, nació Alfred Hitchcock. Su padre murió cuando él tenía 15 años, lo que intensificó su dependencia con su madre, a punto tal que al cabo de cada jornada de trabajo debía contarle, al pie de la cama, los pormenores del día. Solo la fantasía podía liberarlo de una rutina que atrozmente calcaba un día tras otro. Alfred había encontrado dos vías de escape: el dibujo y el cine del barrio.

Con películas como El hombre que sabía demasiado, 39 escalones, Sabotaje, La dama desaparece y Agente secreto, Alfred ­Hitchcock dio prestigio mundial al cine de espionaje. Llamaba “pesadilla realista” al espíritu que predominaba en sus películas, en las que con tranquilo humor británico exploraba el lado oscuro del ser humano. Tomaba elementos ordinarios y los llevaba a límites intolerables. Por ejemplo, en 1962 rodó Los pájaros, película en la que las aves se convierten, sin motivo aparente, en bandadas asesinas.

Varias de sus películas nacieron de pesadillas personales del director. En un cuaderno dejó escritas varios de esos malos sueños que quedaron sin filmar: “Una noche fría en Inglaterra. De pronto todas las ventanas de todo el país, sin motivo, tiemblan y se rompen. El enemigo ha utilizado un arma secreta para matar de frío a todos los habitantes”.

Otra: “El público llena el Metropolitan Opera House. En el escenario, la soprano María Callas llega a una nota agudísima. En un palco alto, una persona mira a la cantante que, a su vez, lo mira. La persona cae de pronto sobre la orquesta. La nota alta se transforma en grito, el público entra en pánico. María Callas se desmaya, es trasladada al camarín, donde queda sola, toma el teléfono y comienza a discar tranquilamente”. Llegado a este punto, Hitchcock anotó en su cuaderno: “Todavía no sé cómo sigue, pero estoy seguro de que el ambiente elegido ha sido utilizado al máximo”.

El presupuesto de sus películas oscilaba entre tres y cuatro millones de dólares. Su lucha con los productores alcanzaba ribetes de ferocidad. El director no siempre ganaba. Recordaba cuando los productores de La ­sospecha, en 1941, le hicieron modificar el final, para que el personaje interpretado por Cary Grant terminara siendo inocente cuando toda la trama lo apuntaba como asesino de su esposa. Anécdotas como esas lo hacían dudar a Hitchcock de que el cine fuera un arte: “La transacción es enemiga de la creatividad”, decía.

Un reino propio

En Hollywood, Hitchcock encontró el arsenal técnico que su estilo necesitaba, lo que puede vislumbrarse en los efectos de color en Vértigo, el detallismo impecable de la escena del crimen en la bañera en Psicosis, o la cantidad de trucos que dan verosimilitud a los ataques en Los pájaros.

Esa disponibilidad técnica que Hollywood vuelve inacabable no significaba que Hitchcock no resolviera a veces sus obras de la manera más sencilla: en Festín diabólico (La soga) hizo que cámara y escenografías móviles le permitieran obtener una imagen continua que no necesitaba de montaje; en Ocho a la deriva le bastó un bote perdido en el mar para contar allí toda una historia; en La ventana indiscreta experimentó con lentes de larga distancia para jugar con las apariencias y la ambigüedad.

La invención era su reino. Sus 50 películas y todos los proyectos que dejó sin filmar demostraron que su imaginación era inagotable. Supo como nadie la diferencia entre suspenso y sorpresa: “Si hay dos personas hablando en una mesa de café durante dos minutos y de repente explota una bomba, esos son dos segundos de sorpresa; si noso­tros contábamos con la información de que había una bomba debajo de la mesa, tenemos dos minutos de suspenso”.

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