CULTURA

Los orígenes no revelados de Alberto Olmedo

Tuvo una infancia muy sufrida, de la que se desquitó convirtiéndose en el humorista más popular de la televisión argentina.

Todo empezó el 24 de agosto de 1933. Al menos para Alberto Orlando Olmedo, que nació ese día en la ciudad de Rosario. Vivía solo con su madre, tenía 6 años cuando empezó a trabajar en una verdulería. Para él era más dramático ir al colegio que hacer el reparto. Todos los días, a las cuatro de la mañana, iba al Mercado Central con el carro. Era un viaje de una hora, porque el matungo se tomaba su tiempo para hacer cada una de las 30 cuadras. De esos viajes, recordaría que siempre volvía tirado, durmiendo entre las lechugas. A veces le tocaba la fiesta de manejar el carro. Era lo más parecido a un juego que le deparó la infancia. Para él, la verdulería era como ir al gimnasio: “A los siete años, por ejemplo, tenía que levantar una pequeña canastita con cuatro o cinco kilos de papa para hacer el reparto, y al levantarla notaba que se me inflaba un poquito el bíceps derecho. Allí descubrí que tenía un musculito; me sentía muy orgulloso. Luego traté de cultivarlo haciendo acrobacia”.

Más tarde empezó a trabajar como cadete en una farmacia. Ahí ya iba “empilchadito”, era otra cosa. Era un trabajo más limpio, más ordenado y mejor remunerado. En el barrio ya lo miraban de otra manera. Pero lo que más disfrutaba era hacer el reparto en su bicicleta. Sobre todo porque él en su casa no tenía una. Pero dejó la farmacia porque tuvo otra oferta, una carnicería: “Yo ganaba 14 pesos y el carnicero me ofreció 18. Ni lo pensé, me fui volando. Era mucho dinero en aquella época”. A los ocho años aprendió a cortar reses, y a los nueve supo hacer todos los cortes. Como por ese entonces era el único ingreso de la casa, aprovechaba el mediodía –su único tiempo libre– para hacer el reparto de masas a una confitería. Luego iba a casa a almorzar algo rápido y se iba casi corriendo al colegio. A la tarde, hasta la nochecita, otra vez a la carnicería.

En invierno era muy difícil, porque la pileta para lavarse la cara cada mañana estaba en el patio. Salía de la cama y se ponía hojas de diario en el pecho, recurso contra el frío que había aprendido de los ciclistas. Era muy flaquito. Y alegre. La gente lo quería mucho. Una clienta a la que todos los días le llevaba el pedido le dedicaba un rato para ayudarlo a hacer los deberes: “Claro que después se me atrasaba el reparto y tenía que pedalear desenfrenadamente como un loco”. No le gustaban los días de lluvia, porque a veces se caía de la bicicleta y se le mezclaban los papelitos con los pedidos. Esos días, al final, siempre le sobraba un kilo de carne, lo que les permitía mejorar la dieta.

Su primer número cómico

A los 15 años empezó a hacer acrobacia: “La cosa fue así: con un amigo, Osvaldo Martínez, un día fuimos a ver a una patinadora que era medio noviecita de él y vimos a tres o cuatro tipos haciendo acrobacia. Nos gustó el asunto, nos hicimos amigos y les dijimos que nos gustaría practicar. Aceptaron, y así, de esa forma, nació un grupo grande al que unió una amistad que aún hoy dura”. Alberto era “volante”, tal vez porque era liviano: cuando hacían la torre humana iba arriba de todo, aunque era medio miedoso y dos por tres se caía. Pero generalmente le salía bien, y cuando bajaba lo hacía de un salto. Siempre caía parado, claro, pero, con las zapatillas, caer desde cuatro metros le hacía saltar las lágrimas. Durante cinco años hizo acrobacia día por medio, hicieron giras por todo el país. Hasta fueron a trabajar a Chile, actuaron en la Universidad de Santiago. Allí hizo su primer número cómico. Resulta que en plena actuación se le ocurrió perseguir una mosca: saltó el alambrado y se metió entre el público. Y dio resultado. Allí un amigo le dijo: “Vos sí o sí tenés que hacer comicidad”, y le prestó unos discos para que hiciera la mímica. Después hizo algún sketch, las cosas fueron saliendo bien. Descubrió que tenía pasta para eso.

Un día viajó a Buenos Aires a visitar a un amigo que trabajaba de técnico en el antiguo Canal 7. Se subió arriba de una mesa y empezó a improvisar. Lo vio un ejecutivo del canal y, a la semana siguiente, empezó a hacer monólogos en cámara. Era 1955. A partir de allí, se convirtió en el capocómico que hizo reír a las carcajadas a muchas generaciones de argentinos, que no pueden dejar de recordarlo sin gratitud.

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