cultura
Un mito llamado Macedonio Fernández
Fue un personaje legendario que ejerció una poderosa influencia en algunos de los principales escritores argentinos, como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Ricardo Piglia
El mito suele devorar a ciertos hombres. Tal es el caso de Macedonio Fernández. Maestro indiscutido de varias generaciones, poeta, crítico, ensayista, narrador, filósofo, distintas especificidades de un pensador múltiple, que ha padecido la piratería de los fabricantes de mitos. Según Raúl Scalabrini Ortiz, fue “el primer metafísico argentino”; por su parte, Jorge Luis Borges decía haberlo admirado hasta el plagio.
En 1927, Macedonio escribió los siguientes apuntes autobiográficos: “Tengo 54 años; nací en Buenos Aires el 1° de junio de 1874, de ascendencia, materia y potencia hispana con muchas generaciones de americano, hijo de Macedonio y de Rosa del Mazo, de 80 años hoy, descendiente probable del pintor J. B. del Mazo (de quien puedo haber heredado gran vigor visual, no uso anteojos, aunque no tengo aptitud ni discernimiento en pintura) y de las matronas de más numerosas y profundas amistades en la Argentina”. Más adelante, agrega: “Abogado desde los 21 años, ejercí mi amena profesión 25 años sin empleos del Estado. Viudo desde hace 10 años; cuatro hijos. Bienes patrimoniales de cierta importancia en la familia; individualmente casi sin bienes pero ninguna preocupación ni molestia económica desde hace dos años; antes, 30 años vividos en muy módica situación económica”.
Era un hombre dedicado casi enteramente al pensamiento interesado en la metafísica, las ciencias, los problemas del arte, y también una fuerte afición por la guitarra. Presidía una tertulia en un café de Balvanera –a la que solía sumarse Borges–, que comenzaba a las 9 de la noche y solía dilatarse hasta el alba. Allí desplegaba su inteligencia extraordinaria. Ese hombre de frente amplia, melena gris y ojos azules prefería el tono interrogativo a la afirmación categórica o magistral. Su elocuencia era de pocas palabras y hasta de frases truncas. Tenía una voz llana, enronquecida por el tabaco. Dijo Borges sobre Macedonio: “Cotidianamente se abandonaba a las vicisitudes y sorpresas del pensamiento, como el nadador a un gran río, y esa manera de pensar que se llama escribir no le costaba el menor esfuerzo”. Podía escribir tanto en la soledad de la pieza como en la agitación de un café.
Siempre se abrigaba en exceso, por ser extremadamente friolento. Usaba triple y hasta cuádruple ropa interior. Su plato preferido era la sopa, y solía poner mucho esmero en hacerlo; afirmaba que al recalentarla se volvía más sabrosa y saludable. Decía estudiar constantemente los misterios de la salud: “Desde ha tiempo considero a la terapéutica como una imposible esperanza antibiológica. En quince años no he hecho uso de medicación alguna ni prohibídome ningún alimento ni vicio; uso mucho café, mate, té y tabaco, no gusto del alcohol ni del juego, no hago ejercicios físicos ni creo en ellos. Vivo ha tiempo con salud imperfecta, variados entorpecimientos fisiológicos pero ninguna enfermedad de dos días de cama desde hace treinta y cinco años”. Era muy flaco: “Soy nervioso, o si no, gran activo; por ello soy flaco”. Temía más al dolor que a la muerte: “En cuanto a la muerte, le niego toda efectividad, salvo para el amor, es decir, como separación u ocultación. Deseo terminar esta vida como místico”.
Cuando murió Macedonio Fernández –el 10 de febrero de 1952–, Jorge Luis Borges dijo ante su tumba: “Definir a Macedonio Fernández parece una empresa imposible; es como definir el rojo en términos de otro color; entiendo que el epíteto genial, por lo que afirma y lo que excluye, es quizá el más preciso que puede hallarse. Macedonio perdurara en su obra y como centro de una cariñosa mitología. Una de las felicidades de mi vida es haber sido amigo de Macedonio, es haberlo visto vivir”. Macedonio, por su parte, se reía de esa admiración que le profesaba Borges: “Nací porteño y en un año muy 1874. Todavía no, pero muy poco después empecé a ser citado por Jorge Luis Borges, con tan poca timidez de encomios que por el terrible riesgo a que se expuso con esta vehemencia comencé a ser yo el autor de lo mejor que él había producido”.