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Los secretos del padre de Mafalda

El mendocino Joaquín Salvador Lavado Tejón, durante nueve años, dibujó uno de los personajes de historieta más famosos del mundo entero.

Para no llamarlo igual que a su tío Joaquín, le pusieron Quino. Y le quedó para siempre, como una marca imborrable vinculada a los días de su infancia. Aquel tío era un distinguido pintor y diseñador gráfico, con el que, a los tres años de edad, descubrió su vocación. A los trece años —en su Mendoza natal— se matriculó en la Escuela de Bellas Artes, pero, en 1949 “cansado de dibujar ánforas y yesos”, la abandona y piensa en una sola profesión posible: dibujante de historieta y humor. Este último, por lo revelador de su mirada sobre la tragicomedia mundial —pero, sobre todo, por su profundidad— estuvo entre los mejores del mundo.

Su arte nos remite a las más grandes tradiciones históricas del género, la de aquellos grandes creadores como Cervantes y Quevedo en el ámbito literario, Oski y Fontanarrosa en la comicidad gráfica de nuestro país, que aprendieron a reírse de los absurdos de esta tierra, como único modo de practicar la autoconservación. Y que, al hacerlo, enseñan a sus lectores a reír y a construir sobre el resplandor de esa risa el sueño de volvernos un poco más humanos. Sin embargo, Quino era un enemigo de los gestos grandilocuentes, hombre sencillo con un estilo lacónico para hablar, que nunca se supo si era por un rasgo de timidez o por el hábito profesional de expresarse con la mayor síntesis posible.

Sensible y culto, Quino era una persona a la que se le adivinaba la nobleza hasta en los mínimos gestos del rostro. Sus padres nacieron en Fuengirola, Mälaga. Su origen andaluz fue crucial para su carrera humorística: “Mi abuela, sobre todo, era graciosísima —explicó en un reportaje—. Mis padres eran republicanos, pero no comunistas. Ella, en cambio, sí. Y tenían diferencias, las mismas que mantenían anarquistas, socialistas y comunistas- que recién de grande entendí”. Durante su adolescencia, Quino veía todas las películas norteamericanas sobre temas bélicos. Y le fascinaba Frank Sinatra. Su abuelo, ante la visión de ese nieto “hereje”, le traía fotos de los bombardeos norteamericanos y le decía: “Mirá lo que han hecho los tuyos”.

Durante la guerra civil española, cada ciudad que caía en manos de los franquistas era una tragedia en su hogar. De niño pensaba que los alemanes, italianos, curas y monjas eran malos porque estaban del lado de los franquistas. El sentido de la muerte estaba muy próximo. Cuando le preguntaron si tenía muy presente a sus muertos en la vida cotidiana, Quino parafraseó a Ingmar Bergman: “Llega una época de la vida en la que los muertos no están muertos y los vivos son fantasmas”. En ese sentido, la integridad ética de su familia supo heredarla como culto en la vida.

Mafalda, la chica de pelo negro que odia la sopa y está en contradicción con los adultos, se publicó por primera vez el 29 de septiembre 1964 en el semanario Primera Plana de Buenos Aires. El 9 de marzo 1965, con el paso de las tiras cómicas al periódico El Mundo comenzó el imparable éxito del personaje, que cruzaría las fronteras nacionales para conquistar América del Sur y luego se extendería a Europa, ganando una posición de liderazgo en el imaginario colectivo. El gran reconocimiento internacional no impidió que Quino, el 25 de junio 1973, tomara una decisión para algunos desconcertante: no dibujar más tiras de Mafalda.

Pocos saben que el cine fue otra de las grandes pasiones de Quino. A los diez años, consumía todas las películas de John Ford y John Huston. Le quedaría marcada para siempre- casi como huella humorística un film de John Wayne sobre la Guerra de Secesión: el actor interpretaba a un oficial norteamericano al que lo hieren en una pierna durante una batalla. Entonces lo llevan a una cabaña y el médico le dijo: ”Para sacarle la bala hay que cortarle las botas”. Y él contestaba: “No, esas botas me costaron 20 dólares”. “Tiempo después —explicaba Quino— nos dimos cuenta de que los tipos que escribían esos guiones debían divertirse mucho, como locos”. Esos guiños humorísticos, que lo volvieron una persona tan libre y lúcida, lo acompañarían hasta sus últimos días.

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