María Moreno la inclasificable

Tiene un estilo de escritura depuradísimo, desenfadado y lúcido, donde la literatura mezcla sus aguas con las del periodismo.

Su verdadero nombre es Cristina Forero, en su juventud adoptó el pseudónimo de María Moreno para firmar las notas que publicaba en revistas consideradas frívolas. Hoy esa firma carga la certeza de textos donde relumbran aciertos de lenguaje y percepciones hondas de zonas de la realidad barridas bajo la alfombra. Ricardo Piglia y Horacio Gonzalez coincidieron en ver en ella a la mejor pluma argentina de estos años, por una escritura que es un alambique donde se fermentan de manera única la investigación, la crónica y la literatura.

Su libro más reciente es Pero aún así. Elogios y despedidas. Consta de microensayos ya publicados en distintos medios, algunos de los cuales fueron sometidos a reescritura o correcciones. María Moreno tiene 76 años y, hace dos, su vida sufrió un cataclismo, tuvo un ACV que le dejó como secuela la inhabilidad de la mano derecha y la necesidad de desplazarse en una silla eléctrica —“ese es su alarmante nombre correcto”, aclara la propia María. No teme escribir sobre lo que le ocurre y lo hace sin conmiseración, con una prosa sobria hendida de humor: “Siempre estuve, en el pasado, acostada o sentada, o bien dirigiéndome a un taxi. El capacitismo y los kinesiólogos insistían en que volviera a caminar con un absurdo bastón en forma de trípode…Fue muy difícil convencer a los líderes de la autosuperación de que no quería caminar a la edad de morir o de durar”. El dedo índice de su mano izquierda adquirió un inesperado protagonismo, ya que es él quien se encarga a avanzar lentamente entre errores hasta dar con la palabra que quiere hallar, padeciendo la vertiginosa distancia entre lo que piensa haber escrito y lo que muestra la pantalla: “Todo eso me llevó a pensar la escritura como un trabajo fundamentalmente manual. O de circo, ya que una frase lograda —nueva, corregida o aumentada— me parece escrita en un grano de arroz”.

La primera sección del libro es sobre obras de mujeres, la segunda está dedicada a Chile y la tercera es un popurrí de ponencia, presentaciones y homenajes. La última —“es de llorar”— son despedidas de escritores que fueron sus amigos.

El texto más extenso —treinta páginas— es el dedicado a Virginia Woolf, donde subraya su talento para renovar la lengua inglesa “arrastrándola hasta los límites de su integridad”, pero también se hace cargo de su vida sentimental, su relación con Freud y su suicidio.

El abanico se despliega en todos sus colores. Hay reescrituras personales de textos borgeanos como Emma Zunz y La intrusa. Alfonsina Storni —en los años 80 María Moreno dirigía una revista llamada, precisamente, Alfonsina—, calibrando su feminismo, su condición de poeta de vanguardia y su inmensa obra periodística, y, también en este caso, su suicidio.

María Moreno se describe como transfeminista —a pesar de que no milita—, y rastrea los mitos de origen del feminismo, el Segundo Sexo de Simone Beauviar, el heroísmo pionero de disidentes sexuales, la militante travesti Lohana Berkins, las cartas de amor entre Gabriela Mistral y una de sus seguidoras, la manera en que algunas escritoras conciliaron la creación literaria con las tareas domésticas, y las plazas del Ni una menos. Saluda la audacia de Gabriela Cabezón Cámara, quien en La aventura de la China Iron, imagina el romance de la mujer de Martín Fierro y la gringa Elizabeth —una mujer aludida tangencialmente en el poema de José Hernández—.

Narra sus experiencias trasandinas nacidas de sentir a Chile como una segunda patria —cuando le sucedió el accidente cerebral estaba escribiendo un ensayo sobre la escritora chilena Lina Meruane Boza—; desgrana elogios a la escritura insurrecta de Pedro Lemebel o la poesía de ese Homero rockanrolero que es Raúl Zurita.

Reconoce que, como buena argentina, se deja llevar por la tentación de hacer psicoanálisis al paso. Tiene una marca psicoanalítica muy fuerte. En la parte final del libro hay un retrato del escritor y psicoanalista Germán García, a quien considera su maestro porque la munió de muchos elementos para pensar. Por su parte él, antes de irse a España, le dejó una biblioteca de roble macizo “que había restaurado él mismo”, las obras completas de Sigmund Freud, un diván y un espejo: “No conservo esos objetos, pero los tomos de Freud, sí: aún leo en sus subrayados de birome, una pedagogía que no cesa”. Esa pedagogía incesante que también posee María Moreno y que, pese a todas las adversidades, muestra al desgaire con cada nuevo libro.

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