CULTURA

Mario Vargas Llosa, entre la lucidez literaria y la miopía política

En 2010 se le otorgó el Premio Nobel por “su cartografía de las estructuras del poder”, ese poder de cuyo lado, paradójicamente, siempre está.

Mario Vargas Llosa es, sobre todas las cosas, un escritor con fidelidad total a su oficio. A sus 86 años, continúa trabajando de una manera lo suficientemente metódica para mantener un orden. De hecho, no tiene la sensación de que es un ­trabajo y lo ejerce, como necesidad vital, los siete días de la semana. Quizás lo que hizo que su vida no se haya gastado fuera precisamente eso: la disciplina. Y es tan autobiográfico que, por su obra, casi puede intuirse su personalidad.

Una vez contó que una mañana, en Piura, su madre le reveló que su padre no había muerto, que estaba vivo y que se irían a vivir con él a Lima. En ese momento tenía 11 años, y suele decir que a partir de ahí su vida cambió para siempre. En uno de sus libros, escribió: “Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer los buenos libros, refugiarme en esos universos donde vivir era exultante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme verdaderamente libre y volvía a ser feliz”. Y se dedicó a escribir a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un simple juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarse, de escapar a lo intolerable. La literatura, desde entonces, fue su razón de vivir.

De niño no solo advirtió que la literatura se alimentaba de la vida misma, sino que también podía convertirse en un arma de resistencia. Mario Vargas Llosa nació en 1936, cuando había una dictadura militar en el Perú, encabezada por el general Óscar Benavides, y sus recuerdos oscilan en la manera de leer de aquella época: interesado, tratando de descifrar entre líneas los mensajes que les enviaban los adversarios del régimen. La literatura tenía una virtualidad contra la censura y la limitación impuesta desde el poder. A partir de la obligación de leer o no ciertas cosas, este joven rebelde se cargó de animadversión frente a ese entorno opresivo, al que con los años terminaría defendiendo a tiempo completo.

Además de sus novelas, este autor arequipeño escribió obras de teatro. En más de una oportunidad confesó que el teatro es su viejo amor. Una de las primeras piezas que escribió, por 1952, se llamó La huida del Inca. Muchas de las materias con las que está hecha su obra tuvieron que ver con infancia, y la nostalgia, lejos de circunscribirse solo al estímulo de quien la escribió, es siempre uno de los temas de la obra misma. De allí nacieron La señorita de Tacna –estrenada mundialmente en nuestro país en 1981, con un extraordinario elenco integrado, entre otros, por Norma Aleandro, Franklin Caicedo y Patricio Contreras–, La Chunga y, más recientemente, Las mil noches y una noche.

El Premio Nobel de Literatura es un ­convencido de la existencia de genealogías que comparten los escritores latinoamericanos, por encima de las fronteras nacionales. Cuando le consultaron por los escritores argentinos por los que sentía mayor afinidad, mencionó en primer lugar a Jorge Luis ­Borges, aunque reconoció que su literatura era muy distinta a la suya. En cambio, la de Ernesto Sábato se acercaba mucho más, así como sus posiciones políticas también ­coincidían en diversos aspectos. Por otra parte, manifestó su admiración por la obra de Julio Cortázar, aunque el elemento ­fantástico, que en él era tan importante, en sus libros no aparecía, señaló. Por último, destacó al escritor David Viñas, “cuyas ­novelas son próximas, vecinas a algunas novelas que he escrito yo, por la preocupación histórica”.

Su mudanza ideológica

En cuanto a sus opiniones políticas, fueron cambiando radicalmente desde los años en que era el portavoz intelectual de la Revolución Cubana a virar, a mediados de los 70, a alucinaciones más estrafalarias y convertirse en uno de los mayores divulgadores del neoliberalismo.

En septiembre de 2020, en el reconocido diario El País de España llegó a plantear que los países pobres lo son porque ­eligieron serlo; a diferencia de otros pueblos, que, más lúcidos y trabajadores, habían optado por la prosperidad y la consiguieron.

Asimismo, considera que le ha traído muchísimas enemistades, pero que lo peor no es ser atacado por su postura ideo­lógica, sino que esta sea desnaturalizada. Su fluctuación política es difícil de justificar desde la teoría, y no conoció estaciones intermedias: de Fidel Castro a Mauricio Macri.

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