CULTURA
Miguel Gila, maestro de humoristas
Sobrevivió a un fusilamiento a los 18 años, vivió varios años en nuestro país y fue admirado como cómico en todo el mundo de habla hispana.
"A veces pienso cómo sería yo si en lugar de nacer en Madrid hubiese nacido en Estocolmo; tal vez sería rubio, mucho más alto y de ojos azules. Pero no puedo hacerme a esa idea, ya que mi padre no era sueco, ni mi madre tampoco, ni siquiera mis abuelos”. No hubo nada que hacer: Miguel Gila nació en Madrid el 12 de marzo de 1919.
En plena Guerra Civil Española, unos soldados franquistas pasados de alcohol tomaron al azar a 14 personas –entre las cuales se encontraba el adolescente Miguel Gila–, les hicieron sacar la ropa, les robaron todos los objetos de valor y los fusilaron. La sangre corría por su cara, tardó en darse cuenta que no era la suya. Milagrosamente, ninguna bala había impactado en su cuerpo. “Me fusilaron mal”, escribió en Y entonces nací yo, su libro de memorias. El hecho no hizo sino fortalecer sus simpatías republicanas, su voluntad de estar en las trincheras. Fue voluntario en el Quinto Regimiento de Lister. Su familia lo convenció de que se marchara del país. Cuando huía hacia la frontera, fue encarcelado. En la prisión de Torrijos compartió el encierro con el poeta Miguel Hernández: “Yo le había conocido, en alguna ocasión en que, como Rafael Alberti, había ido al frente de batalla a recitarnos poemas, pero el Miguel Hernández que yo había conocido en Somosierra, en Paredes de Buitrago, no tenía ningún parecido con este Miguel Hernández, ahora demacrado, enfermo y destruido por el sufrimiento y las humillaciones”. Gila no estaba mejor, se sentía devastado emocionalmente: “Estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed que morir podía ser una liberación”.
Pasó hambre después de la posguerra. Fue mecánico y ejerció todo tipo de trabajos manuales, era capaz de armar y desarmar infinidad de objetos, mientras escribía un cuento fantástico o imaginaba una comedia musical, porque esa era su verdadera vocación, escribir y actuar. Empezó a trabajar para la revista humorística La Codorniz. Envió una carta a Miguel Mihura, director del semanario, con el chiste de un soldado que llevaba atadas las riendas de un caballo, al fondo sin cabeza, y le decía al general que se le había roto el caballo. Añadió: “Le mando este chiste, si le gusta me lo publica, y si no le gusta, me lo firma por detrás, ya que soy un gran admirador de usted”. A la semana le contestó que el chiste le gustaba y que le encantaría que colaborase en la revista. Así aparecieron sus personajes de grandes narices, trazo infantil, con los cuales desarrollaba un humor corrosivo que desnudaba la crueldad del poderoso frente al débil. Muchos de esos chistes gráficos fueron reunidos en Gila y su gente, un libro que fue lo primero de él que se conoció en América Latina, y en el que se lee, por ejemplo: “Para saber si una tortuga es macho o hembra se le hacen cosquillas en la panza; si se pone contento, es macho, y si se pone contenta, es hembra”.
Su pasión por los escenarios lo llevó a montar un espectáculo que llevó por toda Latinoamérica. En Cuba se reencontró con Ernest Hemingway, a quien había conocido en los años de la Guerra Civil: “Me brindó su amistad y su casa en La Habana”. En 1962 se radicó en Argentina, cobrando gran popularidad en sus presentaciones en el programa Sábados circulares, conducido por Pipo Mancera y cuyo rating rozaba las nubes. “¡Que se ponga!”, decía con el tubo del teléfono pegado a su oreja. Y la gente reía. Tenía el timing de su admirado amigo Pepe Biondi. Era algo absolutamente infrecuente lo que hacía: un monólogo sin escenografía –solo un teléfono– y sin otro vestuario que una boina y, a veces, un traje de soldado, porque el tema de la guerra siempre fue para él una obsesión.
Murió en Barcelona el 12 de julio de 2001, por una enfermedad pulmonar crónica. Tenía 82 años, pero hasta dos años antes seguía presentándose sobre los escenarios. Ya se había vuelto una leyenda.