cultura
¿Por qué existe la necesidad de jugar?
Se sospecha que desde el comienzo de nuestra existencia sobre el planeta el ser humano ha jugado. Lo que se intenta responder es si se debe a una necesidad o es por puro placer.
Los antiguos Mayas honraban a sus dioses jugando al fútbol. A Chichen Itzá, Tulum y otras ciudades llegaban los equipos seleccionados en las distintas regiones del imperio. Los certámenes solían durar semanas enteras. El juego de pelota lo llamaban. El balón era confeccionado con hule macizo, era extraordinariamente pesado. Las reglas habían sido fijadas por los sacerdotes, e impedían tocar la pelota con las manos, sólo podían impulsarla con golpes de cadera, piernas y brazos. El juego era considerado una ceremonia religiosa, el equipo ganador era premiado con la decapitación de todos sus integrantes. La sangre derramada servía para aplacar el enojo de los dioses y fertilizar la tierra. Los perdedores volvían humillados a sus aldeas, cambiando el sacrificio heroico por una vida sin gloria.
En el fragmento 52 de su libro, Heráclito de Efeso atribuye a un niño el origen y desarrollo del universo: “El destino está entre las manos de un niño que juega”. En 1962, el filósofo Martin Heidegger retomó la idea y, en su libro, Le príncipe de raison, se preguntó:
“¿Por qué juega el niño al que Heráclito atribuye el juego del mundo? Juega porque juega. El porqué desaparece en el juego. El juego no tiene por qué. Juega, simplemente, mientras juega”.
El novelista Stefan Zweig llegó a concebir al ajedrez como una experiencia peligrosa. Señaló que el jugador que planifica absolutamente todo lo que va a ocurrir puede precipitarse de pronto en la más completa imprevisión y el consiguiente caos. Las 64 casillas y las 32 piezas compondrían el escenario de una pesadilla que, según Zweig, podría conducir a la locura o el aniquilamiento.
Azar deriva del francés hasard, que a su vez deriva del árabe y quiere decir dado. Pero en todos los idiomas los juegos de azar son amenaza. Hay algo ahí (el erotismo del riesgo, la ganancia sin esfuerzo, el intolerable desprecio por el dinero) que hizo que el juego ocupara siempre una zona marginal, casi mafiosa. La suerte suele ser esquiva. El cálculo de posibilidades de acertar el Quini 6 arroja un resultado apabullante: 0,0000001227738. Es increíble que alguien pueda ganar. Pero sucede. En su libro, Juegos inocentes, juegos terribles, la doctora en filosofía Graciela Scheines escribió: “Todos los juegos de apostar son ritos que abren un espacio sagrado con la esperanza de que la divinidad se manifieste. En ninguna ocasión quienes acertaron al Prode se vanaglorian de ser expertos en fútbol. Tampoco los que ganan la Lotería emplean el cálculo de probabilidades. Los ganadores no atribuyen sus aciertos a conocimientos o experiencia. Hablan de suerte. El que gana se convierte en favorito de la diosa Fortuna. Se lo valora como recompensa divina”. Ganar equivale a un abrazo místico con la divinidad.
En un capítulo de los Simpson de diciembre de 1993, llamado $pringfield, los habitantes de la ciudad acordaban abrir un casino para paliar una crisis financiera. El reverendo Lovejoy, un hombre contrario a este tipo de proyectos, se mostraba, esta vez, entusiasmado: “Una vez que algo es aprobado por el gobierno deja de ser inmoral”, decía.
El recientemente fallecido pensador español, Antonio Escohotado, autor de Retrato de un libertino, escribe en el capítulo Ludopatías: “El jugador compulsivo exhibe una actitud sacrílega ante el papel moneda: aparentando amar el lucro, su conducta prueba que lo desprecia hasta extremos próximos al terrorismo. Podrá alegarse que, además de vicio, el juego compulsivo no deja de ser una enfermedad. Pero quien lo pretenda olvida que la raíz de esta diferencia es siempre la decisión de la persona”.
Fiodor Dostoievski escribió su novela El jugador para pagar, justamente, deudas generadas por su compulsión al juego. El jugador de su ficción dice: “Fui a la ruleta. Cómo palpitaba mi corazón. No, no era el dinero lo que buscaba. Quería solamente que todas esas bellas damas de Baden, todos se pusiesen a hablar de mí, a contar mi historia y a inclinarse ante mi suerte. Con qué emoción, con qué ansiedad escucho la voz del croupier. Al acercarme a la sala de juego, cuando oigo sonar las monedas, me siento casi desfallecer”.