Cultura

René Favaloro, el corazón visionario

Su nombre es sinónimo de cirugía cardiovascular en el mundo entero, pero decidió morir al sentirse solo y abandonado. Hoy, el Paseo del Bosque lleva su nombre.

En el límite del trazado originario de nuestra ciudad, entre las avenidas 1, 60, 122 y 72, está el barrio El Mondongo. Allí, el 12 de julio de 1923, nació René Gerónimo Favaloro, hijo de padre carpintero y de madre modista. Su casa de infancia estaba a una cuadra del Hospital Policlínico General San Martín, que, como un recuerdo del futuro, le permitió adivinar los pasillos, salas y quirófanos que transitaría en los años en que ejerció allí su residencia a partir del tercer año de sus estudios de Medicina.

En las visitas familiares al tío Arturo Cándido Favaloro, que vivía en Jacinto Arauz, supo para siempre lo que es ser de verdad un médico: alguien entregado a auxiliar a quien lo necesita cuando es aquejado por una enfermedad. So­bre todo a los más desvalidos socialmente. En esos días pampeanos, solía entrar furtivamente al consultorio y jugar a atribuir propiedades milagrosas a cada uno de los instrumentos científicos que poseía ese humilde médico de pueblo.

Cursó la primaria en la escuela n° 45 “Manuel Rocha”, en calle 68 al 200, donde actualmente hay un mural que lo recuerda.
Después de clases pasaba las tardes en el taller de su padre, donde aprendió los secretos de la ebanistería. Lo sustancial de su formación intelectual y humanística lo recibió en el Colegio Nacional de La Plata, donde estudió entre los años 1936 y 1941. En esos años tuvo, fundamentalmente, a dos grandes maestros: Ezequiel Martínez Es­trada, a quien homenajeó poniéndole su nombre a la biblioteca de la Universidad Favaloro, fundada en 1992, y el dominicano Pedro Henríquez Ureña, a quien dedicaría un libro, Don Pedro y la educación.

Fue celador del Colegio Nacional, y en el Archivo Histórico de esa casa de estudios están consignadas las razones del nombramiento: “Este cargo se gana por el propio esfuerzo y es una ayuda que se ofrece a los estudiantes distinguidos para facilitarles la prosecución de sus estudios”.

En el año 1942 ingresó a la Facultad de Ciencias Médicas para egresar en 1949, con una tesis, también digitalizada recientemente por el Archivo Histórico de la UNLP, sobre la interrupción aguda del tránsito intestinal y que dedicó a su abuela Cesárea: “Que me enseñó a ver belleza hasta en una pobre rama seca”.

Un lazo eterno con nuestra ciudad

Apenas recibido, se produjo una vacante para médico auxiliar en el Policlínico, cubrió el cargo de mane­ra interina y, a los pocos meses, fue confirmado. Pero por ese entonces recibió una carta de su tío Arturo, en la que le pedía que reemplazara a un doctor de pueblo siquiera unos meses. Allí llegó en mayo de 1950.

En su libro Recuerdos de un médico rural cuenta: “Estuve 12 años como médico rural en Jacinto Arauz, La Pampa, donde aprendí el profundo sentido social de la vida”. Los caminos eran intransitables los días de lluvia, el calor y la permanen­te arenilla que flotaba en el aire ha­cían agobiantes los días de vera­no, el frío de las noches de invierno calaba los huesos; pero en esos años aprendió el sentido profundo que entraña la palabra “médico”, la humanidad que exige y sin la cual la profesión se convierte en una me­ra práctica alienante. Junto a su hermano, Juan José, también doctor, fundaron un centro asistencial que ayudó a crear conciencia en la co­munidad, reduciendo las infecciones en los partos, combatiendo la desnutrición y reduciendo drás­ticamen­te la mortalidad infantil en la zona.

Su vínculo con La Plata nunca perdió intensidad. Seguía con mu­cha atención los resultados de su amado Gimnasia y Esgrima, y viaja­ba con regularidad, sobre todo para actualizar sus conocimientos científicos. En uno de esos viajes le ma­nifestó al profesor José María Mainetti su interés por la cirugía torácica. Su mentor le sugirió formarse en la especialidad en la Cleveland Clinic. A partir de allí comien­za la etapa más conocida de su vida, en la que desarrolló el bypass coronario, creó una fundación que lleva su nombre, se ganó un muy merecido prestigio que no impidió que hacia el final de su vida se sintiera “un mendigo”: “Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir”, humillación que no estuvo dispuesto a seguir sufriendo y que decidió terminar con un balazo en el pecho, el 29 de julio del año 2000.

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