Cultura
Niní Marshall, la mayor actriz cómica argentina
Creó una galería de personajes que interpretó de manera inolvidable. Su voraz capacidad observadora le permitió caracterizar a distintas clases sociales.
Múltiple, mordaz, inagotable. Un psicoanálisis barato diría que Niní Marshall, al encarnar tantos personajes y enmascararse de tan variadas formas, padecía un severo trastorno en su personalidad. Lo que aún nadie se arriesgó a diagnosticar es de dónde provenía tanto talento.
Cultivaba con brillantez el arte de la réplica, cultora finísima del humor negro, inventaba historias que hacían estallar de risa al público, aunque la mayoría de ellas fuesen trágicas. Monologaba vertiginosamente armando un rompecabezas de respiraciones, saltos temporales, personajes que entraban y salían y que reunidos podrían formar un barrio entero. Niní alimentó una carrera artística única e inolvidable.
Marina Esther Traveso nació el 1° de junio de 1903 en el barrio porteño de Caballito. Hija de Pedro Traveso y María Ángela Pérez, ambos inmigrantes asturianos, su apodo “Niní” surge de “Marinina”, el nombre con el que su familia la llamaba de pequeña. Desde los cuatro años demostró su interés por la actuación y solo un año después hizo su primera presentación pública en el Centro Asturiano de Buenos Aires: “Nadie tiene la culpa de mis inclinaciones artísticas. Si tengo que contabilizar un antecedente, solo podría mencionar a un tío torero”.
Más allá de que en su niñez también estudió danzas españolas, pintura, dibujo e incluso aprendió tres idiomas: francés, alemán e inglés, hay una palabra que ilumina dicha época: felicidad. Esa felicidad que mantuvo después en sus años del Liceo Nacional de Señoritas, donde, en lugar de estudiar, imitaba a los profesores para hacer reír a sus compañeras.
Tras el Liceo y debido a una catástrofe pecuniaria, se vio en la obligación de salir a ganarse la vida muy temprano y empezó a escribir como periodista, primero en La novela semanal y después en Sintonía: “Mi especialidad era tomarle un poco el pelo a la gente de la radio. Iba, miraba, escribía. Ese acercamiento me permitió empezar como cantante”.
Sus dotes para la comedia reflejaron un mundo caliente de interrogantes que mostraba seres extraños que, por fortuna, casi siempre eran accesibles y que le ofrecieron una constelación de personalidades que jamás se asoció con la discriminación o la tristeza, sino, al contrario, con la imaginación, la variedad y la mascarada. Este carácter envolvente y atractivo de sus personajes la llevó a participar como actriz y formar un dúo cómico con el actor Juan Carlos Thorry. Su popularidad creció rápidamente y al poco tiempo fue elegida como actriz protagónica en la película Mujeres que trabajan (1938), que dio inicio a su extraordinaria carrera cinematográfica.
Su voraz capacidad observadora le abrió un enorme mapa de sonidos, gestos y reflejos que absorbió de manera alucinante; encarnó decenas de personajes que mostraban, como ningún otro actor, características de la inmigración europea de comienzos del siglo XX y las distintas clases sociales: “Cuestión de mirar y de oír más allá de las narices. Cuestión de observar. A Catita la encontré entre la gente que esperaba a los actores en el vestíbulo de la radio para pedirles autógrafos. Cándida era una empleada llamada Francisca, una institución en mi casa”, recordó alguna vez sobre el origen de sus personajes.
Siempre escribía por la mañana y en la cama, y en un bloc de papel ordinario –según ella, “para no desentonar”–. Lo siguió haciendo hasta sus últimos años: “No puedo dejar de observar. Si algo que veo o escucho me llama la atención, lo anoto; no con la misma prolijidad que antes, pero sí con la misma intención”.
La Chaplin con faldas
Aunque el transcurso del tiempo hubiera minado sus habilidades físicas, eso no hizo que sus presentaciones en grandes escenarios mermaran, sino al contrario. Para ella, el chiste valía cuando nacía desde un personaje; los personajes son válidos cuando tienen una psicología definida y Niní siempre había escrito a partir de sus caricaturas, como si al evocarlos rejuveneciera misteriosamente.
Federico Luppi dijo alguna vez que Niní Marshall, como actriz y como autora de sus personajes, era tan genial como Charles Chaplin. Basta con desgranar sus momentos arriba del escenario o algunos monólogos de Catita: “Las otras noches salí a caminar sola y tres hombres me secuestraron... Pero en el primer farol encendido me largaron”. La escritora María Elena Walsh la bautizó “nuestra Cervanta”, porque “solo un prodigioso dominio del idioma le permitió a Niní descalabrarlo, travestirlo y lanzarlo a las efímeras ondas del éter”.
Niní Marshall murió el 18 de marzo de 1996, a sus 92 años y, sin dudas, marcó a toda una generación que seguirá asociando su imagen a la de la felicidad, porque ser feliz, a su modo de ver, necesita a otro que también lo sea.