Cultura
Diego Lucero, un maestro del periodismo
Vivió muchos años en Gonnet. Fue el único reportero deportivo que cubrió todos los campeonatos mundiales de fútbol desde 1934 a 1998.
Diego Lucero nació el 14 de junio de 1901. Se lució en las canchas como jugador de Nacional de Montevideo y de la selección de Uruguay. Pero el fútbol era solo una de las muchas pasiones que ardían en el alma de ese hombre, que manejaba con idéntica gracia el “lenguaje del tablón” y las hebras más sutiles del idioma poético.
La afición de escribir le venía de muchacho: escribía versos a la novia y hacía pequeñas crónicas de los partidos de fútbol que jugaba, siempre y cuando ganara. Un día, en una comida de una despedida de soltero, hizo una larga verseada exaltando las virtudes del novio. Estaba presente Carlos Quijano, director del diario uruguayo El Nacional. Sin saberlo, había dado su examen de ingreso; así, en 1929, empezó el ejercicio profesional del periodismo, con una sección de anécdotas deportivas.
Colaboró en la fundación de Marcha, un semanario de trascendencia continental, en el que escribieron Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti. Su nombre cobró fama de este lado de la orilla y fue contratado por Natalio Botana para que integrara el staff de Crítica. Muchas cosas aprendió “en esa gran aula a la intemperie con cielorraso de cielo, que son la calle y el mundo”, casi tantas como en los libros cuya compañía siempre buscó sediento a lo largo de los años.
Sus andanzas por el mundo, llevado tanto por exigencias del oficio como por curiosidad de vagabundo, lo acercaron a la Guerra Civil Española, donde estuvo a punto de ser fusilado por los franquistas, y por las calles de Madrid vio, con Pablo Neruda, un río de sangre sin consuelo.
Tenía una facilidad congénita para acertar con la palabra justa, con la música secreta de cada frase. Varias veces dio la vuelta al mundo, siempre tras la divisa blanca de los soñadores de la libertad. Entrevistó a algunas de las principales figuras del siglo XX: Charles De Gaulle, Albert Camus, Pablo Picasso, Federico García Lorca, Fred Astaire. También tuvo una larga conversación a solas con el demonio: Joseph Goebbels.
Se negó a escribir sus memorias: “Los libros son un asunto muy serio. Cuando uno ve en las librerías miles de volúmenes, piensa que cada uno de sus autores imaginó escribir un libro que haría historia; sin embargo, allí están, todos amontonados”. Gran lector de La Biblia, El Quijote, La Divina Comedia y Shakespeare: “Todo lo que puede crear el ingenio humano está metido allí. Todo lo demás es viruta”.
Le gustaba quemar largas horas de chamuyo con los frates, con los compañeros de quehaceres y quesoñares, porque nunca creyó que el tiempo valiera oro: “Eso del time is money es otra mentira de los ingleses, esos grandes pipetas que desde antiguo nos fumaron en cachimbo. Porque nuestro tiempo lo que quieren es que lo transformemos en trabajo y, de nuestro trabajo, el money es para ellos y para nosotros solo la fatiga”. Cultivaba fervientemente la martiana rosa blanca de la amistad, la poesía, la conversa estirada en tardes color de mate compartido, la música de Troilo, de quien dijo: “Cuando le arranca a su bandoneón esas extrañas armonías, parece que le sacara virutas transparentes al alma de una niña enamorada”.
Amistades entrañables
Fue amigo de Simón Radowitzky, quien desde los 18 años y durante más de dos décadas estuvo preso en la cárcel de Ushuaia. Diego Lucero lo había hecho entrar en la Western Telegraph Company de Montevideo. Juntos salvaron la vida de muchos anarquistas.
El gobierno de Uriburu aplicaba la ley de residencia, por la cual eran expulsados a sus países de orígenes aquellos “elementos capaces de alterar el orden”. Era previsible cómo esos revolucionarios deportados iban a ser recibidos en la España de Primo de Rivera, o en la Italia de Mussolini. Los dos amigos hacían valer una reglamentación internacional vigente en esa época por la cual todo pasajero embarcado contra su voluntad debía ser desembarcado en el primer puerto que tocara el barco. Diego Lucero era el primero en subir a bordo junto con Inmigración y Policía. Iba a ver al comisario del barco y le preguntaba cuántos presos llevaba. Hacía la lista y con un mensajero se la enviaba a Simón. Él, en el puerto, ya estaba preparado con una máquina de escribir, agregaba los nombres en un formulario y pedía a la Prefectura el desembarco de los anarquistas presos.
Sus pies nunca perdieron la costumbre de pisar la realidad, por eso siempre caminó, con los ojos bien abiertos, hacia la tierra de los sueños. Y todavía sigue caminando. Porque si bien es cierto que el 3 de junio de 1999 murió Luis Alfredo Sciutto, Diego Lucero vive para siempre en la historia grande del periodismo rioplatense.