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Un director ruso que revolucionó al cine

La Revolución Rusa no solo cambió la configuración política del siglo XX, sino que dejó profundas huellas en la historia del séptimo arte.

La década de 1930 marcó un período excepcional en la historia del cine, y la Unión Soviética no fue la excepción. Ese momento se vivió allí como una embestida de creatividad sin precedentes. En el marco de un intenso debate sobre el montaje, que derivó en proyectos que sentaron las bases de un modo de concebirlo, y de un cine que estuviera al servicio de la Revolución, los resultados, a veces poéticos, a veces propagandísticos, a veces vanguardistas, se tradujeron en una especie de piedra angular que creó una tradición fílmica excepcional.

Fue en esos años que emergió la figura de Sergei Eisenstein. Nació en Riga, capital de la actual Letonia y por aquel entonces ciudad del Imperio Ruso, el 22 de enero de 1898. Hijo de padre judío y madre eslava, desde chico se destacó por su precisión en el dibujo, que luego lo llevaría a ingresar en la Escuela de Arquitectura de San Petersburgo. Allí permaneció tres años, hasta la Revolución de Octubre, el acontecimiento que marcaría su ulterior trayectoria. Lo cierto es que, a pesar de su escasa filmografía –no más de 20 películas–, su obra continúa vigente por su enorme influencia en el rodaje, la escenografía y un montaje altamente pulido y de gran impacto visual que dejaría una fuerte marca en el cine europeo y americano. Para Eisenstein, el arte debía despertar la conciencia de clase y transformar al espectador motivándolo a realizar acciones fuera de las salas.

La Revolución también engendró a uno de los mayores realizadores de la historia del cine soviético: Grigori Alexandrov, quien había comenzado su carrera en teatro en 1921, siendo ayudante de dirección de Eisenstein en La huelga, que fue el primer largometraje soviético que puso el foco en las luchas heroicas de las grandes masas y, a la vez, el primero en ser censurado, y El acorazado Potemkin, película que recrea los hechos de 1905 cuando marineros rusos se amotinaron contra sus oficiales en el puerto de Odessa, hoy Ucrania. Alexandrov también trabajó en tándem con Eisenstein como coguionista en Octubre y La línea general. La irrupción del sonido provocó que Alexandrov se convirtiese en uno de los célebres firmantes del famoso “manifiesto del sonido”, publicado en 1928 bajo el título Contrapunto orquestal. “Los únicos factores importantes para el desarrollo futuro del cine son aquellos que se calculen con el fin de reforzar sus invenciones de montaje”, predijo ­Alexandrov, con la certeza de alguien que puede cambiar las cosas del mundo y prever sus efectos.

En ese contexto, el escritor inglés Ivor Montagu, quien empezó a interesarse por el cine en sus años universitarios fundando la Film Society, pionera de los cineclubs europeos, acompañó a Eisenstein, Alexandrov y Tisse (otro maestro soviético del montaje) en su peripecia por Estados Unidos. Aquel viaje acumularía infinitas frustraciones y terminaría con el controvertido episodio de Que viva México. Dicha película se concibió con la intención de elaborar un mosaico retratando la vida social y cultural de ese país en cuatro facetas: “Sandunga”, “Fiesta”, “Maguey” y “Soldadera”. Tras finalizar el rodaje, Eisenstein envió el material a Hollywood para su procesamiento químico, pero este resultó confiscado y no pudo llegar a hacer el montaje.

No obstante, en ese momento no solo no había relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y la Unión Soviética, sino que existía una marcada ignorancia recíproca sobre las costumbres de ambos países. Se miraban a la distancia, como si se trataran de seres de planetas distintos. Este desconcierto, según Montagu, quedó brutalmente evidenciado cuando en una conferencia de prensa un periodista preguntó: “Y dígame, señor Eisenstein, ¿la gente se ríe en la Unión Soviética?”, a lo que el director de cine contestó: “No, pero se reirán cuando yo les cuente esta reunión”.

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