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Uno de los primeros escritores víctimas del stalinismo

Boris Pilniak es uno de los mayores narradores aparecido en Rusia después de la Revolución. Tuvo una vida llena de zozobras y un final dramático.

Boris Pilniak es uno de los autores rusos más relevantes del siglo XX y uno de los primeros intelectuales víctimas del stalinismo. Fue el épico cronista de su epopeya y de posterior envilecimiento. Hijo de una maestra y un veterinario descendientes de colonos alemanes del Volga, Pilniak nació en Mozahisk en octubre de 1894. Su seudónimo proviene del nombre de un pueblo bielorruso, Pilnyanka, donde pasó un tiempo con su tío, el pintor Alexandr Savinov. A los 26 años se graduó como economista en el Instituto de Comercio de Moscú.

En el primer aniversario de la Revolución de octubre publicó su libro inaugural, El año desnudo, que relata con extraordinaria precisión el efecto de la revolución en una ciudad rusa durante los 12 meses inaugurales del bolchevismo. “Dentro de mí se mezclan sangres: rusa, alemana, tártara y judía. Veo con muchos ojos”, decía para explicar su estilo literario. De modo que comenzó a publicar libros de cuentos que cautivaron, incluso, a una de las máximas leyendas de la literatura rusa: Máximo Gorki.

En 1929, violó los códigos de la Revolución cuando publicó en el extranjero los relatos Cuento de la Luna no apagada y El árbol rojo. Precisamente ese año se acentuaba la desconfianza hacia quienes no adherían al “realismo socialista”, una estética que debía ­exaltar a los soviets para mantener en alto el espíritu revolucionario, y que él no cumplía. Además, publicar en países extranjeros no era bien visto ni por las autoridades ni por sus colegas escritores. Uno de ellos fue cruel en su crítica: “No leí El árbol rojo [...], pero el hecho de entregarla a la prensa blanca refuerza el arsenal de nuestros enemigos [...]. Hay que acabar con la irresponsabilidad de los escritores”, condenó Vladimir Maiakovski, un poeta que convirtió al comunismo en su religión. Lo hizo, claro está, antes de sufrir su propia decepción, que lo llevó al ­suicido.

Viktor Shklovski lo definió así: “Pilniak suelta sus frases como se desenvaina una espada”. Por su parte, León Trotsky afirmaba: “Es una tormenta verbal, un mosaico donde las piezas caen de cualquier manera”. Ciertos detractores de Pilniak afirmaron que le importaba más la revolución literaria que la revolución bolchevique. Sostenía que no había registro verbal o escrito que no pudiera incorporarse a un texto narrativo. Nadie supo explicar cómo siguió vivo después de colar dentro de uno de sus cuentos un rumor sobre Stalin que corría por Moscú en esos días: el relato trata sobre un general que acepta el consejo de su superior supremo y se somete a una operación quirúrgica innecesaria, y muere durante la intervención. Por esas fechas el mariscal Frunze, último de los héroes de la guerra civil, había perdido la vida en una mesa de operaciones, en el transcurso de una cirugía menor, recomendada por Stalin. Solo un suicida podía atreverse a publicar algo así.

Stalin no podía castigar a Pilniak por ese cuento sin autoincriminarse. De manera que se contuvo y esperó, aprovechando la circunstancia de que el escritor había viajado a Japón. De regreso, Pilniak trajo un cuento que está incluido en el más célebre de sus libros, Caoba. Ese cuento causó su desgracia; abordaba el tema de las relaciones ruso-japonesas y le valió inmediatamente la prohibición de publicar por “desviacionismo ideológico”. Poco después, Pilniak tuvo la pésima idea de reunirse con André Gide cuando este visitó la URSS y así terminó de sellar su suerte: se lo acusó de actividades contrarrevolucionarias y fue llevado a Lubjanka, donde tenía su cuartel general la KGB. El juicio duró 15 minutos: fue condenado a muerte, la sentencia se ejecutó en el patio.

Aquel cuento sobre las relaciones ruso-japonesas fue venerado en todo el mundo. Se llama “Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos” y, a la manera de las matriosh­kas rusas, contiene una historia dentro de otra dentro de otra más, la última de las cuales describía el tétrico final que le esperaba a su autor. En 1956, su figura fue reivindicada en la Unión Soviética, pero su obra completa tuvo que esperar hasta 1978 para ser reeditada.

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