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Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo: una historia de amor turbulenta

Estuvieron juntos medio siglo, viviendo una pasión tormentosa, signada por la soledad y las infidelidades.

Silvina Ocampo era la menor de seis hermanas. La que parecía que no tenía nada que ofrecer al lado de las otras. Cuando Victoria reine en el mundo intelectual de Sur –que ella convirtió en el sur de Europa–, su hermana se escabullirá de los brillos y las glorias mundanas, se habituará a los rincones y curioseará en un mundo para ella incurablemente raro.

Silvina y Adolfo se conocieron en 1933. Ella tenía 30 años, él 19. Adolfo estaba jugando al tenis. Dice la escritora Alicia Dujovne Ortiz: “Su belleza le resultó una puñalada. A ella le bastó verlo para sentirse desesperada de celos. Pero algo había en él peor que su hermosura: sus ojos hundidos bajo unas cejas despeinadas por un viento invisible revelaban su desamparo”. Faltaban siete años para que Bioy publicara el primer libro del que sentiría orgullo: La invención de Morel. Cuando le propuso casamiento sospechó que la elegía por razones literarias. Y lo aceptó. Por eso aceptó que él siempre fuera tan cercano de muchas mujeres y, a su vez, ella se lanzó a la búsqueda de nuevos amores, pero de una manera más furtiva y discreta. Sin embargo, ella sufrió que las infidelidades de él sean tan numerosas y manifiestas (podía ser su propia sobrina o Elena Garro, la mujer de Octavio Paz). Se dice que, para espiarlo, ella ponía una silla delante de la puerta. Él corría la silla al abrir, y ella se sentía ridícula haciéndose la dormida. Ese dolor la fue minando pero, al mismo tiempo, fue fortaleciendo su literatura. Silvina escribió un poema sobre esas noches de inquietud, Espera, que comienza diciendo: “Cruel es la noche y dura cuando aguardo tu vuelta/al acecho de un paso, el ruido de la puerta”.

Cuando Silvina murió, Bioy publicó detalles de sus aventuras en sus diarios. En el libro Descanso de caminantes, escribió: “Una situación que se repite. Llega siempre el día en que la amante pide que me separe de Silvina y que me case con ella; si todavía se limitara a decir vivamos juntos a lo mejor examinaría la petición… pero jamás me metería en los trámites de una separación legal; no sé si alguna mujer merece tanto engorro”.

Él escritor Juan José Hernández, amigo de la pareja, en una entrevista que le hizo Leila Guerriero, dijo a propósito de las alusiones a Silvina en el diario de Bioy: “Lo que aparece ahí es mera vanidad. Mencionar así su relación con Elena Garro, con Beatriz Guido. Por ahí estaba medio gagá, pero Victoria hizo quemar la correspondencia con Mallea, por ejemplo. Tenés que tener conciencia que hay cosas que no vale la pena contar. En ese libro Silvina aparece como un ama de casa. Dice: Hoy Silvina quiso arreglarme con unas arvejas. ¡Justamente ella, que en lo doméstico era un desastre! Vos ibas a la casa y encontrabas en la cocina cinco heladeras, y andaba una sola. No les importaba el mundo exterior. Yo le decía: Silvina, qué divina mancha de humedad tenés ahí, por qué no le ponés un marquito, parece un cuadro de Klee. No seas malo —me decía—. No seas malo. No sé si él respetaba el trabajo de su mujer. Cuando murió Silvina, y le dieron ese premio… el Cervantes… ¿compartido, no?, le preguntaron por Silvina. Y él suspiraba. Como si no pudiera soportar el dolor”.

A ella no la divertían los chistes que Adolfito hacía con Georgie –como lo llamaban a Jorge Luis Borges–, cada vez que se reunían a cenar. Tenían una manera distinta de ella de ser extraños: “¿Y si el cielo fuera verde?”, decía Georgie. Ja, ja. “¿Y si el pasto fuera violeta?”, decía Adolfito. Ja, ja, ja. Ese humor de niños genios la cansaba. En cambio, le atraía la perversión que puede germinar en las entrañas de un niño. En ese sentimiento oscuro y maldito alimentó buena parte de su literatura.

Una prueba de amor

A la hora de reír, con nadie compartía Silvina Ocampo tantas risas como con Alejandra Pizarnik. Ella también fue una criatura físicamente desangelada, pero no temía caminar descalza por el filo de los abismos. En una carta, Alejandra llamó a Silvina su “paraíso perdido” y le confesó: “Yo adoro tu cara. Y tus piernas y tus manos que llevan a la casa del recuerdo-sueños, urdida en un más allá del pasado verdadero”.

Silvina aceptó adoptar legalmente a Marta, una hija extramatrimonial de Bioy. Amó como propia a esa hija que le dio tres nietos: Florencio, Lucila y Victoria. Marta moriría en un accidente de tránsito en 1994, veinte días después de la muerte de Silvina.

En sus Memorias, Bioy escribió: “A veces me he preguntado, a lo largo de la vida, si no he sido muchas veces cruel con Silvina, porque por ella no me privé de otros amores. Un día en que le dije que la quería mucho, exclamó: Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres pero has vuelto siempre a mí. Creo que es una prueba de amor”.

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