Agota Kristof: memorias de una tragedia
La obra de esta escritora húngara que llegó a pie a Suiza con su marido y un bebé de meses es un desgarrador testimonio sobre la guerra.
Trabajaba en una fábrica de relojes sin hablar con nadie porque no sabía francés. En su infancia había contraído “la incurable enfermedad de la lectura”, y escribir, había descubierto Agota Kristof, era su única manera de mantenerse a flote.
Era hija de un maestro de escuela y una profesora de arte. La figura de su padre, Kalman Kristof, fue fundamental en su vida. Solía mirarlo, sobrecogida, cuando él se retiraba a la pieza a leer, aprender idiomas, o a escribir en su diario. Se propuso que cuando fuera grande ella también experimentaría ese misterioso goce que se apoderaba de él cada vez que llenaba un cuaderno con sus palabras. Y cumplió con esa promesa al publicar El gran cuaderno, una novela de 1986 –el primer tomo de una trilogía que se completaría con La prueba y La tercera mentira–, que ganaría el Premio Libro Europeo y sería traducida a más de 20 idiomas. La obra cuenta la inquietante historia de Claus y Lucas, dos gemelos condenados a la crueldad desde su temprana infancia.
Agota Kristof tenía diez años cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, que le dejó infinidad de huellas lúgubres. Recuerdos que volvían una y otra vez a su memoria mientras ajustaba los engranajes en la interminable tarea monótona que le tocaba ejecutar, encorvada y con los labios apretados, en la fábrica de relojes suizos. En el horario del almuerzo, sacaba un papel y una lapicera, y anotaba febrilmente, en su idioma natal algunas frases que no quería que se perdieran en el olvido. Decía lo que quería decir, sin dramatismo ni autocompasión, y lo que decía helaba la sangre. Una de las primeras cosas que escribió fue sobre la muerte de su padre. La muerte como viaje agotador, como despedida lenta, la muerte contando todo lo que no se hizo con aquel que se marcha. Administraba sabiamente las metáforas, calculaba con precisión cada adjetivo, hacía de sus textos máquinas tan precisas como los relojes que ayudaba a fabricar.
Todo lo que pasó a sus libros pasó primero por su piel. En su libro autobiográfico La analfabeta, Kristof cuenta que en la agotadora caminata que hizo hacia el exilio le tocó cargar dos bolsas grandes: una con ropa y pañales para su hija, otra con un diccionario escrito en húngaro. Son los dos elementos que también aparecen en las manos de los gemelos Claus y Lucas, cuando una madre desesperada los deja en la casa de su abuela, en un pueblo fronterizo de una Budapest en llamas que nunca se nombra en esa novela. Claus y Lucas funcionan como una unidad, una misma alma repartida en dos cuerpos. Incluso duermen en el mismo banco de la cocina. Su abuela no los distingue. Tampoco le interesa saber quién es quién. Los dos son un castigo de su hija. Está resignada a su presencia, a guarecerlos en una ciudad bombardeada. Pero les advierte: “El techo y el alimento hay que ganárselos”. En la casa de la “bruja”, como le dicen en el pueblo, “nada de camisas blancas ni zapatos de charol”, refiriéndose a la ropa con la que llenaba sus enormes valijas, como recuerdos de un mundo que había dejado de existir.
Los gemelos comprenden que el mundo es eso: mujeres que son violadas por soldados extranjeros, sacerdotes que dan alimento a cambio de sexo, hombres que vuelven mutilados del frente de batalla y la atrocidad de hacer lo que sea necesario para sobrevivir en un clima asfixiante de obuses y sirenas que aúllan interminablemente en las noches. De todo eso dejan constancia en El gran cuaderno, escrito en primera persona del plural, y que esconden en el bosque junto a la escopeta y unas granadas. En ese cuaderno imprescindible, las palabras duelan en sí mismas, sin adornos. Ese es el tono, la potencia de la literatura de Agota Kristof.
Historias verdaderas
Decía la escritora: “Trato de escribir historias verdaderas, pero, en un momento dado, la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla”. Quizá fuera una manera de olvidar los hechos nombrándolos, haciendo que la pesadilla doliera menos al escribirla.
La autora argentina Sylvia Iparraguirre dijo de Agota Kristof: “Su mirada no está en las trincheras ni en los obuses ni en las bombas ni en las causas de una realidad desquiciada. Su tema es la tragedia de las víctimas indefensas (niños, viejos, mujeres) que no participan de la lucha pero que sufren las consecuencias, tan devastadoras como las esquirlas de una granada en la cara”.
Cuando finalmente descubrió que no tenía nada más que decir, tuvo la honestidad de dejar de escribir.
Murió en un accidente de tránsito el 27 de julio de 2011. Tenía 75 años.